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La Atlántida, un recuerdo persistente

Los nuevos descubrimientos arqueológicos hacen pensar que el hombre ya era civilizado miles de años antes de la época generalmente aceptada y no siempre en los lugares que hasta ahora parecen idóneos.  ¿Dónde estuvo localizada esta civilización? ¿Procedían las demás civilizaciones de un núcleo común? ¿Existió alguna otra cultura, más antigua y con mayores conocimientos, que ayudó al desarrollo de Egipto, Sumer, Creta, Imagen 12Etruria, las culturas del Mediterráneo y las culturas americanas? En respuesta a todos estos interrogantes surge la imagen de la Atlántida. Para muchos, la Atlántida es el continente atlántico desaparecido y la cuna original de la civilización. Es una tierra que desapareció por una serie de convulsiones cuando se hallaba en la cumbre de su poder y que yace ahora en el fondo del océano, mostrando en la superficie sólo las cimas de sus montañas.  Para otros, la Atlántida es sólo una leyenda inventada por el filósofo griego Platón, que la utilizó como escenario de dos de sus Diálogos, y que se ha conservado en la imaginación popular a través de diversas versiones desarrolladas durante siglos. Si consultamos la enciclopedia, veremos que la Atlántida está considerada como “una leyenda” y que no entra dentro de la historia documentada. Sin embargo, geólogos y oceanógrafos coinciden en que algo semejante a un continente existió alguna vez en el Atlántico, si bien dudan a la hora de situarla dentro del ámbito de la Humanidad civilizada. La Atlántida constituye uno de los misterios más grandes del mundo. Si buscamos la palabra Atlántida en una enciclopedia, podemos leer que se trata de un continente perdido y “mítico” y, entre otras referencias, veremos que fue descrita por Platón en el siglo IV a.C., en dos de sus Diálogos,  Timeo  y  Critias,  en los que hace referencia a una visita de Solón a Egipto. Entonces se enteró de que los sacerdotes de Sais guardaban documentos escritos acerca de “una isla-continente situada más allá de las Columnas de Hércules (nombre que se daba en la Antigüedad a Gibraltar) llamada Atlántida y que era el corazón de un grande y maravilloso imperio” y que tenía una población muy numerosa, ciudades de techos dorados, poderosas flotas y ejércitos para la conquista e invasión.
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Es realmente sorprendente que la tradición de una gran inundación, tal como se explica en la Biblia, sea también compartida por las tradiciones sumerias, babilonias, persas, egipcias, griegas, romanas, en distintas culturas del Mediterráneo, en las culturas americanas y en las de la India y la China. Los relatos sobre una gran inundación y sobre la supervivencia, mediante la construcción de una nave, de seres elegidos por los dioses, probablemente se difundieron por Asia a través de las grandes rutas de caravanas. Pero, por ejemplo,  resulta difícil explicar la similitud entre las antiguas leyendas célticas y noruegas. Y aún más difícil explicar que los indios americanos del Nuevo Mundo tengan sus propias leyendas sobre la inundación, en las que se afirma que su salvación se debió a que llegaron a sus nuevas tierras navegando desde Oriente. Los sacerdotes del antiguo Egipto conservaron cuidadosamente el recuerdo de un vasto continente que, en tiempos remotos, ocupaba gran parte del océano Atlántico. Con palabras atribuidas a Solón, quien a su vez afirmaba haberlas recibido de los sacerdotes egipcios, Platón narra esta tradición: «En aquel tiempo era posible atravesar el Atlántico. Había una isla delante de ese lugar que llamáis vosotros las columnas de Hércules. Era mayor que la Libia y el Asia unidas. De esta isla se podía pasar fácilmente a las demás y desde ellas a todo el continente que bordeaba la costa opuesta. Pues desde más acá del estrecho del que hablamos parece un puerto que tuviera una entrada estrecha, pero es un verdadero mar, y la tierra que lo rodea un verdadero continente. En esa isla Atlántida reinaban reyes de poder grande y maravilloso; dominaban la isla entera así como varias otras y algunas            partes del continente. Además, más acá del estrecho, también reinaban desde Libia hasta Egipto y, en Europa, hasta la Tirrenia». Esto es lo que cuenta Platón al comienzo de su célebre diálogo Timeo o de la Naturaleza.  Existe otro diálogo llamado Critias o sobre la Atlántida  del que solo se ha conservado la primera parte.  En Critias, Platón describe ampliamente la isla de Poseidonis, su capital rodeada de canales, sus puertas de oro, su templo, su federación de reyes-sacerdotes, soberanos hereditarios indisolublemente ligados entre sí por una constitución, obra del fundador divino llamado Neptuno.

En la Mitología romana, Neptuno es el hijo mayor de los dioses Saturno y Ops, hermano de Júpiter y Plutón. Neptuno gobierna todas las aguas y mares. Cabalga las olas sobre caballos blancos. Todos los habitantes de las aguas deben obedecerlo y se le conoce como Poseidón en la mitología griega, curiosamente en el que se basa el nombre, Poseidonis, de la supuesta última isla de la Atlántida, según Platón. Neptuno eligió el mar como morada y en sus profundidades existe un reino de castillos dorados. Con su poderoso tridente agita las olas, hace brotar fuentes y manantiales donde quiera y en causa de su ira provocando los temibles sismos o terremotos. Este dios es un rey inseparable de sus caballos. Por esta y más razones, se le simboliza con un caballo. Neptuno no viste con ropajes suntuosos, ya que su aspecto es suficiente para demostrar su poderío. El dios de los mares es peligroso e inestable, ya que con sus emociones puede provocar desde terribles tormentas y tempestades hasta olas tranquilas y pacíficas, por lo que nunca nadie intenta provocarlo sin un importante motivo. El curioso fragmento del Critias describe la prosperidad de este pueblo, que durante largo tiempo se mantuvo fiel a sus tradiciones hereditarias. Y acaba cuando cayó en una decadencia irremediable a causa de su creciente ambición y perversidad.  El fragmento abre las puertas a un pasado lejano sustraído a la historia por la inmensidad del tiempo transcurrido. A través de las formas helenizadas de la transcripción, sorprende lo extraño de los ritos y costumbres en los que se mezclan una simplicidad patriarcal y la majestuosidad de los faraones. Platón cuenta que la isla de Poseidonis, último vestigio del gran continente de la Atlántida, fue destruida y sumergida por una catástrofe ocurrida nueve mil años antes de la época de Solón. Los geógrafos e historiadores griegos Estrabón y Proclo relatan los mismos hechos. Agreguemos que los sacerdotes egipcios, que fueron quienes informaron a los viajeros griegos, afirmaban que conocían estas tradiciones por los propios atlantes. Decían a Solón: «Vosotros los griegos habláis de un solo diluvio pese a que ha habido varios más», afirmación confirmada por la geología moderna que ha encontrado las huellas de estos sucesivos diluvios o inundaciones en las capas superpuestas de la tierra. Hasta ahora, los únicos documentos de esas remotas épocas del globo son los esqueletos de los mamuts y otros animales, así como los fósiles encontrados en los terrenos del terciario y del cuaternario.
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Para situar los posibles acontecimientos, hacemos un pequeño resumen de dichas eras geológicas. La era Terciaria o Cenozoica, o edad de los mamíferos, empezó hace 65 millones de años, cuando los dinosaurios se extinguieron, y finalizó hace 1,7 millones de años. La intensa actividad orogénica dio origen a cordilleras tan importantes como los Andes, los Alpes y el Himalaya. Es la edad de los mamíferos, que si bien aparecieron en la era anterior, adquirieron en ésta mayor relevancia y una gran área de dispersión. También surgieron los tipos actuales de árboles. Esta era tiene los períodos: Período Terciario.- El periodo Terciario es el primer periodo de la era cenozoica. Las formas de vida de la tierra y del mar se hicieron más parecidas a las existentes ahora. Se desarrollaron nuevos grupos de mamíferos como los caballos pequeños, los rinocerontes, los tapires, los rumiantes, las ballenas y los ancestros de los elefantes. A su vez, este período se divide en cinco épocas que son: El Paleoceno. Al extinguirse los dinosaurios y muchos otros reptiles, comienzan a dominar los mamíferos. Prevalecen los marsupiales primitivos, evolucionan los carnívoros primitivos y surgen las aves modernas. Comienzan a dominar las plantas con flor. El Eoceno. Las plantas con flores dominaban en la vegetación. Adaptaciones de las plantas a los cambios climáticos. El Oligoceno. Evolución de diversos pastos y, como consecuencia de ello, la de mamíferos herbívoros. El Mioceno. formación de cadenas montañosas como los Himalayas y los Alpes. El Plioceno. Los continentes y océanos comenzaron a configurar sus formas actuales. La era Cuaternaria es la actual. Comenzó hace más de 1 millón de años. Los glaciares cubrieron la cuarta parte de la superficie terrestre, y el clima era muy frío. En esta era se supone que aparece el hombre, que convivió con animales feroces y corpulentos como el mamut, el mastodonte, el tigre de dientes afilados, entre otros. Al final de la última glaciación, hace unos 30.000 años, se supone que apareció el hombre de Cro-Magnon u Homo Sapiens, que habitaba en cuevas y que lenta pero constantemente va creando su cultura e imponiéndose al medio que le rodea. Se divide en dos épocas: Época del pleistoceno.- Comenzó hace un millón de años. Mantos de hielo cubrían grandes extensiones. Profundos cambios de clima ocasionaron la desaparición de muchas especies de plantas y animales. En los periodos glaciares vivían en Europa bisontes, buey almizclero, gamuzas, mamut, oso de las cavernas, mientras que en los periodos interglaciares había jirafas, hipopótamos, elefantes, es decir, animales de la fauna africana. Época del holoceno.- Comenzó hace unos diez mil años y vivimos actualmente en esta época. Termina la última glaciación continuando la retirada de los hielos. La topografía era semejante a la actual. Los climas se fueron equilibrando, se volvieron cálidos y se produjo una mayor sequedad en el ambiente terrestre.

En espera de que la ciencia investigue más este mundo perdido, los descubrimientos oceanográficos vienen a corroborar las tradiciones antiguas. La ciencia ha descubierto la espina dorsal de la Atlántida en el fondo de los mares y permite adivinar sus límites. Un naturalista francés, M. Perrier, se dedicó a solucionar el problema de la existencia de la Atlántida basándose en datos científicos y rigurosos. Estudió minuciosamente la flora y la fauna de las islas de Cabo Verde y de las Canarias, así como la flora y fauna fósiles de las islas de este continente perdido que aún emergen en el océano. Los fósiles son idénticos en todos sitios, desde las islas de Mauritania hasta América. Los arrecifes de coral de Santo Tomé son iguales a las madréporas de Florida. Todo prueba que los continentes actuales estuvieron unidos. Todo induce a creer que la antigua Atlántida desapareció seguramente a finales del terciario o inicios del cuaternario. Un primer hundimiento debió producirse entre la costa de Venezuela y el archipiélago que todavía existe hoy. Mauritania y las islas de Cabo Verde debieron separarse un poco más tarde. Los sondeos del Atlántico confirman la existencia de una inmensa cadena de montañas submarinas cubierta por restos volcánicos que se extiende de norte a sur. Se alza casi repentinamente desde el fondo del océano hasta una altura de 2743 metros. Sus más altas cumbres son las Azores, San Pablo, la isla de la Ascensión y la de Tristán de Acuña. Estas cimas son las únicas del continente perdido que aún emergen de las olas. Por otra parte, los trabajos de etnología comparada realizados durante el siglo XIX por Augustus Le Plongeon, anticuario y arqueólogo británico,  Jean Louis Armand de Quatrefages, médico y antropólogo francés, y Hubert Howe Brancroft, historiador, hispanista y bibliógrafo estadounidense, han demostrado que todas las razas de la Tierra, tanto la negra, como la roja, la amarilla y la blanca, habitaron en América en tiempos remotos, cuando este continente, que ya existía parcialmente, estaba unido a la antigua Atlántida. También se han observado analogías sorprendentes entre los antiguos monumentos de México y Perú y la arquitectura de la India y de Egipto. Es remarcable la coincidencia de las tradiciones de todos los pueblos sobre el diluvio, incluidas las de los indios de América del norte y centro. La actual tectónica de placas y la teoría de las derivas también parece confirmar la existencia de la Atlántida, así como también la de Lemuria, que precedió a la Atlántida.
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Sobre la Atlántida se han escrito innumerables libros. Además de los textos que Solón recibió de los sacerdotes egipcios y transmitió a Platón, la memoria atlante, especialmente en lo concerniente a sus relaciones con los pueblos de Europa occidental y con los griegos, también se ha conservado en otros documentos. William Scott-Elliot ha intentado reconstruir una historia       de la Atlántida. William Scott-Elliot fue un teósofo que amplió algunas de las ideas de Helena Blavatsky, la fundadora de la Sociedad Teosófica, en varias publicaciones, sobre todo en La historia de la Atlántida (1896) y La Lemuria Perdida (1904). La historia que nos describe podría ser firmada por el mismo Tolkien, aunque probablemente fue Tolkien el que se inspiró en estas historias. Pero no pretende ser una obra de ficción sino que intenta describir lo que se supone ha sido la historia de la Humanidad desde hace al menos 800.000 años. Por otro lado, es evidente que le da a la historia un tono evidentemente esotérico como resultado de su pertenencia a la Sociedad Teosófica. Aunque la visión histórica de Scott-Elliot  puede parecer pura fantasía, ayuda a encajar muchas piezas del puzle de nuestra historia y prehistoria, así como ayuda a dar sentido a algunas construcciones ciclópeas o extraños mapas antiguos. Aún es más sorprendente si consideramos que Scott-Elliot escribió sus obras a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX.  Scott-Elliot era un antropólogo aficionado y uno de los primeros miembros de la Logia de Londres de la Sociedad Teosófica. En 1893 escribió La Evolución de la Humanidad. Scott-Elliot entró en contacto con el teósofo Charles Webster Leadbeater, que afirmaba haber recibido el conocimiento sobre la antigua Atlántida y Lemuria de unos Maestros, mediante “clarividencia astral“. Leadbeater transmitió sus conclusiones clarividentes a Scott-Elliot, que llevó a cabo la correspondiente investigación en base a dichas “visiones”. Pese a que su teoría contiene no pocas hipótesis, es un todo coherente y convincente. También el doctor Rudolf Steiner, de gran cultura esotérica y dotado de una clarividencia especial, ha suministrado observaciones extraordinariamente originales y profundas sobre la constitución física y psíquica de los Atlantes y sobre su relación con la evolución humana anterior y posterior.

Resumamos primeramente la historia geológica de la Atlántida según Scott Elliot. Hace aproximadamente un millón de años, a inicios del cuaternario, la Atlántida se encontraba unida en su parte posterior a una amplia zona ya emergida de América oriental. Ocupaba todo el actual golfo de México y se extendía mucho más allá, hacia el nordeste, en una vasta cresta que llegaba hasta la Inglaterra actual. Descendía y se curvaba hacia el sur formando otra cresta en dirección a África. De lo que actualmente es África solo emergía la actual África del Norte, que estaba separada de la Atlántida por un brazo de mar. Las razas humanas nacidas y desarrolladas en la Atlántida podían llegar directamente a Inglaterra y, después, a Noruega. Para pasar a África del Norte y desde ahí al Asia meridional, que ya había formado parte de Lemuria, bastaba con franquear un estrecho canal. Después de un primer diluvio que tuvo lugar hace unos 800.000 años, la Atlántida se partió en dos de arriba abajo y quedó separada de América por un estrecho. Por el este conservó su forma de concha abierta formando una gran isla con Irlanda e Inglaterra que, soldadas a Escandinavia,  habían emergido otra vez. En un nuevo cataclismo fechado hace 200.000 años, la Atlántida se partió en dos islas, una grande, al norte, llamada Routa, y otra más pequeña, al sur, cuyo nombre era Daitya. En esa época ya se había formado la Europa actual. Las comunicaciones de la Atlántida con África del Norte y Europa fueron fáciles durante esta época. De repente estas comunicaciones se interrumpieron bruscamente hace 80.000 años a causa de un nuevo cataclismo geológico. De la antigua y extensa Atlántida solo quedó la isla que Platón llama Poseidonis, último trozo de la gran isla de Routa, equidistante de Europa y de América. A su vez y según los informes de los sacerdotes egipcios a Solón, la isla Poseidonis fue definitivamente tragada por el mar el año 9.564 antes de Cristo.
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Al estudiar las distintas leyendas, surge un hecho evidente y sorprendente, ya que todas las culturas parecen contar la misma historia. Es natural que los pueblos mediterráneos hayan conservado una tradición acerca de un desastre común, pero ¿cómo habrían llegado los indígenas de los continentes americanos a tener leyendas casi idénticas? Por ejemplo, según los antiguos documentos aztecas, escritos en jeroglíficos, el Noé de los cataclismos mexicanos fue Coxcox, también llamado Teocipactli. Él y su mujer se salvaron en un bote fabricado con madera de ciprés. Y se han descubierto pinturas que narran el diluvio y la epopeya de Coxcox entre los aztecas, miztecas, zapotecas, tlascalanos y otros pueblos. La tradición de estos pueblos americanos muestra coincidencias todavía más asombrosas con la historia que conocemos a través del Génesis y de fuentes sumerias, como la Epopeya de Gilgamesh. Cuenta cómo Teocipactli y su mujer se embarcaron en un espacioso navío, junto a diversos animales y con un cargamento de granos cuya conservación era esencial para la supervivencia de la raza humana. Cuando el gran dios Tezxatlipoca dispuso el retiro de las aguas, Teocipactli mandó un buitre volando desde la balsa. Y el ave, que se alimentó de los cadáveres con que estaba cubierta la tierra, no regresó. Teocipactli envió a otros pájaros y el único que volvió fue un colibrí, que trajo una rama muy frondosa en su pico. Viendo entonces que el campo comenzaba a cubrirse de vegetación, dejó su balsa en la montaña de Colhuacán. No hace falta hacer referencia a su gran similitud con el relato bíblico.  El Popol Vuh es una crónica maya-quiché escrita en formato de jeroglíficos. Lamentablemente el original fue quemado por los españoles en la época de la conquista. Pero luego el texto fue transcrito de memoria al alfabeto latino. Esta leyenda maya dice: “Luego las aguas fueron agitadas por voluntad del Corazón del Cielo (Hurakán) y una gran inundación se abatió sobre las cabezas de estas criaturas… Quedaron sumergidas, y desde el cielo cayó una sustancia espesa como resina, la faz de la Tierra se oscureció y se desencadenó una lluvia torrencial que siguió cayendo día y noche. Se escuchó un gran ruido sobre sus cabezas, un estruendo como producido por el fuego. Luego se vio a hombres que corrían y se empujaban, desesperados, ya que querían trepar sobre sus casas y las casas caían a tierra dando tumbos, trataban de subir a las grutas (cavernas) y las grutas se cerraban ante ellos. Agua y fuego contribuyeron a la ruina universal, en la época del último gran cataclismo que precedió a la cuarta creación“.

Los primeros exploradores de América del Norte consiguieron transcribir una leyenda de las tribus indígenas que vivían en torno a los grandes lagos: “En épocas pasadas, el padre de las tribus indígenas vivía en dirección al sol naciente. Cuando le advirtieron en un sueño que iba a desencadenarse un diluvio sobre la tierra, construyó una balsa, en la que se salvó junto a su familia y todos los animales. Estuvo flotando de esta manera durante varios meses. Los animales, que en esa época podían hablarse quejaban abiertamente y murmuraban contra él. Por fin apareció una nueva tierra, en la que desembarcó con todos los animales, que desde aquel momento perdieron el habla, como castigo por sus murmuraciones contra su salvador“. Curiosamente, en la Cábala, en la magia del Renacimiento y en la alquimia, el lenguaje de los pájaros era considerado un lenguaje secreto y perfecto, así como la clave hacia el conocimiento perfecto. George Catlin, uno de los primeros estudiosos de los indios de los Estados Unidos, cita una leyenda cuyo principal protagonista es conocido como “el único hombre” que viajaba por el poblado, se detenía en cada vivienda y gritaba hasta que el propietario salía y preguntaba que ocurría. Entonces, el visitante respondía relatando “la terrible catástrofe que se había batido sobre la Tierra, debido al desbordamiento de las aguas” y decía que era la ” única persona que se había salvado de la calamidad universal“, que había atracado su gran canoa junto a una gran montaña situada al Oeste, donde ahora vivía. Había venido para instalar una tienda a la que cada uno de los dueños de las casas de la tribu debía llevar una herramienta afilada con el objetivo de destruir la tienda, ofreciéndola como sacrificio a las aguas. Ello era debido a que se construyó la gran canoa con herramientas afiladas y si no se sacrificase, habría otra inundación y nadie se salvaría. Uno de los mitos de los hopi describe una tierra en la que existían grandes ciudades y en la que florecían las artes. Pero, cuando las gentes se corrompieron y se volvieron belicosas, una gran inundación destruyó el mundo. “La tierra fue batida por olas más altas que las montañas, los continentes se partieron y se hundieron bajo los mares“. La tradición de los indios iroqueses sostiene que el mundo fue destruido una vez por el agua y que solamente se salvaron una familia y dos animales de cada especie. Los indios chibchas, de Colombia, conservan una leyenda según la cual el diluvio fue causado por el dios Chibchacun, a quien Bochica, el principal dios y maestro civilizador, castigó obligándole a llevar para siempre la Tierra sobre las espaldas. Los chibchas dicen también que los terremotos se producen cuando Chibchacun pierde el equilibrio.
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En la leyenda griega, Atlas soportaba sobre sus espaldas el peso del cielo y ocasionalmente también el del mundo. En la leyenda chibcha sobre la inundación existe otra notable analogía con la leyenda griega. Con el fin de liberarse de las aguas que inundaron la tierra después del diluvio, Bochica abrió un agujero en la tierra, en Tequendama, algo semejante a lo que ocurrió con las aguas de la inundación en la leyenda griega, que desaparecieron por el orificio de Bambice. Estas leyendas son en general tan similares a las de la Biblia y las antiguas tradiciones sumerias, griegas, etc., que resulta difícil aceptar que fuesen habituales en América antes de la llegada del hombre blanco al Nuevo Mundo. Los invasores españoles del Perú descubrieron que la mayoría de los habitantes del imperio inca creían que había habido una gran inundación, en la que perecieron todos los hombres, con excepción de algunos a quienes el Creador salvó para repoblar el mundo. Una leyenda inca acerca de uno de esos sobrevivientes señala que conoció la proximidad de la inundación al observar que sus rebaños de llamas miraban hacia el cielo fijamente y con gran tristeza. Avisado por estas señales, pudo trepar a una alta montaña, donde él y su familia se pusieron a salvo de las aguas. Otra leyenda inca afirma que la duración de las lluvias fue de sesenta días y sesenta noches, es decir, veinte más que los que se mencionan en la Biblia. En la costa oriental de Sudamérica, los indios guaraníes conservan una leyenda que dice que, al comenzar las lluvias que habrían de cubrir la tierra, Tamenderé permaneció en el valle, en lugar de subir a la montaña con sus compañeros. Cuando se elevó el nivel de las aguas, trepó a una palmera y se dedicó a comer fruta mientras esperaba. Pero las aguas siguieron subiendo, la palmera fue arrancada de raíz y él y su familia navegaron sobre ella mientras la tierra, el bosque y finalmente las montañas desaparecían. Dios detuvo las aguas cuando tocaron el cielo y Tamenderé, que ahora había flotado hasta la cumbre de una montaña, descendió al escuchar el ruido de las alas de un pájaro celestial, señal de que las aguas se estaban retirando, y comenzó a repoblar la Tierra.

Según la tradición esotérica la civilización atlante abarca el larguísimo período de un millón de años desde sus orígenes. Esta sociedad humana, de la que se supone procedemos, es la fabulosa sociedad de antes del diluvio de la que hablan todas las mitologías. Cuatro grandes cataclismos, cuatro diluvios separados entre sí por largos milenios, desgastaron el viejo continente. Su último vestigio se derrumbó con la isla Poseidonis, dejando tras de sí la América actual, que estaba primitivamente unida a él y que fue creciendo por el lado del Pacifico, mientras que la Atlántida, desgastada subterráneamente por el fuego terrestre, se hundía dejando paso al océano. A lo largo de estos millares de siglos de existencia de la Atlántida, varios períodos glaciares, originados por una ligera oscilación del eje terrestre sobre su órbita, empujaron a los pueblos del norte hacia el ecuador y los pueblos del centro rechazaron muchas veces a los otros hacia los dos hemisferios del globo. Hubo éxodos, guerras y conquistas. Cada periodo geológico estuvo precedido por una época de prosperidad y por otra de decadencia. Se formaron sucesivamente siete variedades de la gran raza-madre atlante, que dominaron unas sobre otras sucesivamente y que se mezclaron entre sí. Entre ellas podemos reconocer los prototipos de todas las razas existentes en la actualidad, tales como la roja, la negra, la amarilla, y la blanca, raíz esta última de la nueva raza-madre semítico-aria que se separaría de las demás para comenzar un nuevo ciclo humano. La raza negra es heredera de la vieja humanidad lemuriana de la que, por cruces, surgieron los negros y los malayos. La tradición esotérica ha retenido solo las líneas maestras y los acontecimientos más importante de la historia de estos pueblos. En primer lugar señala, tal como indica Platón, el fenómeno dominante de una teocracia y de un gobierno general que surge de esta mezcla de razas, no por la fuerza bruta sino por una especie de magia natural. Durante milenios reina pacíficamente una generación de reyes iniciados.
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Pero la magia negra se alza frente a la blanca como sombra fatal que, a partir de ese momento, no dejará de amenazar a los hombres. Los dos bandos, tanto el de la magia blanca como el de la magia negra, disponían entonces de un poder natural sobre los elementos, un poder que el hombre actual ha perdido. De dicho poder se derivaron guerras terribles que acabaron con el triunfo de la magia negra y con la total desaparición de la Atlántida. La primera raza de los atlantes se llamaba la raza de los Rmoahalls.  Se había desarrollado en un promontorio de la antigua Lemuria y se estableció en el sur de la Atlántida, en una zona húmeda y cálida poblada por enormes animales antediluvianos que habitaban vastos pantanos y bosques sombríos. Algunos de sus restos se han encontrado en las minas de hulla. Era una raza gigante y guerrera de color caoba. Su nombre procedía del grito de guerra con el que se reunían las tribus y con el que aterrorizaban a sus enemigos. Sus jefes creían actuar bajo fuertes impulsos procedentes del exterior que los invadían en ondas poderosas y los empujaban a conquistar nuevos territorios. Pero una vez que la expedición terminaba, estos caudillos improvisados volvían a la masa del pueblo y todo se olvidaba. Careciendo de cualquier clase de estrategia, los Rmoahalls fueron vencidos tempranamente, rechazados y sometidos, por las demás ramas de la raza atlante. Los Tlavatlis eran del mismo color que sus rivales. Era una raza activa, flexible y astuta que prefería las ásperas montañas a las fértiles llanuras. Acampaban en ellas como en una fortaleza y las hacían servir de base de apoyo para sus incursiones. Este pueblo desarrolló la ambición y la habilidad, así como un rudimentario culto de los antepasados. Pese a ello, los Tlavatlis no desempeñaron en la civilización atlante sino un papel de segundo orden, aunque debido a su cohesión y su tenacidad se mantuvieron sobre el viejo continente mucho más tiempo que los demás. Su último territorio, la isla de Poseidonis, estuvo poblada sobre todo por sus descendientes. Scott Elliot ve en los Tlavatlis los antepasados de la raza dravídica que todavía hoy se encuentra en el sur de la India.

No existe un consenso entre los expertos acerca del origen de los pueblos dravídicos. La opinión más general es la de que las lenguas dravídicas no están relacionadas con ninguna otra familia lingüística conocida. Una de las hipótesis más interesantes es la propuesta por el lingüista David McAlpin en 1975, que conecta las lenguas dravídicas con el idioma de los antiguos elamitas. Esta se denomina hipótesis de las lenguas elamo-drávidas. Los elamitas eran un pueblo que habitaba en lo que actualmente es la región de Juzestán, en el suroeste de Irán. De acuerdo a McAlpin, el 20% del vocabulario elamita y dravídico son de un mismo origen etimológico, pero con distinta evolución fonética, y otro 12% son probables. Además existen semejanzas gramaticales entre ambas familias. De acuerdo a esta hipótesis los habitantes de la Cultura del valle del Indo también hablaban un idioma del grupo elamo-dravídico, y las lenguas dravídicas habrían entrado en la India con la expansión de la agricultura a inicios del periodo neolítico desde el Medio Oriente. Esta hipótesis se ve reforzada por la presencia en la cultura india de grupos aislados de tribus dravídicas, como los brahuis y gondis, que hace pensar que las lenguas dravídicas estaban antiguamente mucho más difundidas por el subcontinente, antes de ser barridas por los invasores indoarios, y sugiere una migración procedente del noroeste. Además varios orígenes dravídicos en la lengua sánscrita sugieren que antiguamente ambos idiomas pudieron haber coexistido en el mismo territorio. Esta hipótesis goza además del apoyo del prestigioso genetista italiano Luigi Luca Cavalli-Sforza (1922). Se han hecho otros intentos infructuosos para relacionar a las lenguas dravídicas con el japonés, el vasco, el sumerio y las lenguas aborígenes australianas. Conviene además mencionar las leyendas de origen tradicionales entre los pueblos dravídicos. De acuerdo a una tradición tamil, los drávidas provenían originalmente de una isla sumergida denominada Kumari Kandam, situada en el sur de la India. Esta isla ha sido a veces relacionada con el continente mítico de Lemuria. Por otro lado, de acuerdo a los Puranás, los drávidas son descendientes del pueblo védico turvasha. Según el texto Matsia puraná, el legendario rey Manu era drávida. Además, otras leyendas hindúes atribuyen la creación de la lengua tamil al sabio védico Agastia Rishí. Estas leyendas son interpretadas por los lingüistas como una manera de relacionar a los drávidas con la cultura védica indoaria.
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La civilización atlante fue llevada a su apogeo por los Toltecas  cuyo nombre reencontramos entre las tribus mexicanas. Pero muchas otras tradiciones mexicanas pueden relacionarse con la Atlántida. Por ejemplo los aztecas procedían según sus leyendas de un lugar sagrado llamado Aztlán. En náhuatl la raíz tlan, que significa lugar, región, tierra, y la raíz atl  son de uso frecuentísimo en nombres de dioses, reyes, etc., así como en toponímicos. Precisamente los aztecas fundaron la ciudad de México, en náhuatl Tenochtitlán, cuyo sistema de canales y defensas acuáticas, tal y como los describen los conquistadores españoles, recuerdan la descripción que Platón hace de Poseidonis. Algunos atlantes emigraron hacia Oriente. Un estudio comparativo entre las tradiciones celtas, druídicas, etc., y las mexicanas y centroamericanas en general arrojaría mucha luz sobre el origen común de ambas en la civilización atlante. Los Toltecas eran un pueblo de tinte cobrizo, de gran talla y de rasgos fuertes y regulares. Unían al valor de los Rmoahalls y a la flexibilidad de los Tlavatlis una profunda necesidad de venerar a sus jefes. Fueron honrados el anciano sabio, el guerrero intrépido y el rey afortunado. Las cualidades transmitidas voluntariamente de padres a hijos se transformaron en principio de la vida patriarcal y la tradición se implantó en la raza. Así se estableció una realeza sacerdotal. Realeza que tenía su fundamento en una sabiduría conferida por unos supuestos seres superiores que poseían dones de videncia y adivinación, herederos espirituales del Manú primitivo de la raza. Durante muchos siglos su poder fue grande, ya que les venía de un singular entendimiento entre ellos mismos y de su comunión instintiva con las jerarquías invisibles. Este poder se ejerció mucho tiempo. Amurallados en su misterios, dicho poder se rodeó de una majestad religiosa y de una pompa adecuada a esta época de sentimientos simples y sensaciones fuertes. Los reyes toltecas habían edificado la capital del continente en el fondo del golfo formado por la Atlántida, aproximadamente a 15° al norte del ecuador. Ciudad reina, simultáneamente fortaleza, templo y puerto de mar. En ella la naturaleza y el arte rivalizaban. Se alzaba, por encima de una fértil llanura,  sobre una altura boscosa, último contrafuerte de una gran cadena de montañas que la rodeaba con un circo imponente. Un templo de pilastras cuadradas y robustas coronaba la ciudad. Sus paredes y su techo estaban cubiertos por ese metal especial al que Platón llama oricalco,  especie de bronce de reflejos dorados y plateados, lujo preferido de los atlantes. Las puertas de este templo se veían brillar de lejos, por lo que se la conocía con el nombre de Ciudad de las Puertas Doradas. La mayor singularidad de la metrópoli atlante, tal como nos la describe Platón, consistía en sus sistemas de irrigación.

En un bosque detrás del templo manaba una fuente de agua clara a grandes borbotones y que parecía una cascada vomitado por la montaña. Su origen era un depósito y un canal subterráneo que traía la masa líquida desde un lago de las montañas. El agua se despeñaba en cascadas que formaban tres círculos de canales alrededor de la ciudad, los cuales servían simultáneamente para proporcionar agua para beber y para defenderse. Si hemos de creer a Platón, en los altos diques de arquitectura ciclópea que protegían los canales había estadios, campos de carreras, gimnasios, e incluso una ciudad especial reservada a los visitantes extranjeros. Aunque Platón habla de la capital de Poseidonis que sobrevivió al resto del continente, todo induce a creer que la descripción se aplica a la más antigua Ciudad de las Puertas Doradas de la Atlántida. Es probable que los sacerdotes egipcios hayan confundido ambas ciudades debido a la costumbre de simplificar y condensar la historia del pasado, método normal de los tiempos antiguos. Mientras duró la primera época de florecimiento de la Atlántida, la Ciudad de las Puertas Doradas fue el punto de mira de todos sus pueblos, y el templo, símbolo refulgente y centro animador de su religión. En él se reunían anualmente los reyes federados. El soberano de la metrópoli los convocaba para dirimir las diferencias entre los pueblos de la Atlántida, para deliberar sobre sus intereses comunes, y para decidir la paz o la guerra con los enemigos de la federación. La guerra entre ellos estaba severamente prohibida y todos los demás debían unirse contra el que rompía la paz. Platón describe una época de decadencia en la que la magia negra ya hacía tiempo que había invadido completamente el culto. Los reyes bebían sangre de un toro sacrificado en vez de beber el agua pura de la inspiración. Pero, sin embargo, la organización federativa seguía siendo la misma. Las deliberaciones se acompañaban de ritos religiosos. En el templo se alzaba una columna de acero en la que estaban grabados, con los caracteres de la lengua sagrada, las enseñanzas del Manú fundador de la raza y las leyes dictadas por sus sucesores a lo largo de los siglos. Dicha columna estaba coronada por un disco de oro imagen del sol y símbolo de la divinidad suprema. En aquellos tiempos el sol no atravesaba generalmente la envoltura nubosa de laTierra. Y el astro rey se veneraba tanto más cuanto que sus rayos apenas acariciaban la cima de las montañas. Al llamarse hijos del sol, los reyes federados querían decir que su sabiduría y su poder les venían de este astro. Las deliberaciones estaban precedidas por toda clase de purificaciones solemnes. Los reyes, unidos por la oración, bebían en una copa de oro un agua impregnada del perfume de las más raras flores. El agua se llamaba el licor de los dioses y simbolizaba la inspiración común.
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Antes de tomar una decisión o de formular una ley, dormían una noche en el templo. Por la mañana cada cual contaba su sueño. A continuación, el rey de la ciudad-reina trataba de sacar de los sueños la luz que les guiase en la acción. Solo entonces, cuando todos estaban de acuerdo, se promulgaba el nuevo decreto. Así pues, durante el apogeo de la raza atlante, una sabiduría intuitiva y pura se derramaba desde lo alto sobre los pueblos primitivos. Cuando uno de esos reyes iniciados compartía la copa de oro de la inspiración con sus súbditos preferidos, éstos tenían el sentimiento de beber un licor divino que vivificaba todo su ser. Cuando el navegante se aproximaba a la orilla viendo brillar desde lejos el techo metálico del palacio solar, creía ver salir un rayo de sol invisible del templo que coronaba la Ciudad de las Puertas Doradas. El desarrollo de la riqueza material bajo los reyes-pontífices de la raza Tolteca había de tener una consecuencia fatal. Se despertaron el orgullo y el ansia de poder. La primera erupción de malas pasiones se produjo en una raza aliada de los toltecas. Era una raza de color amarillo negruzco de origen lemuriano.  Se trataba de los Turanios de la Atlántida, que fueron los antepasados de los turanios de Asia y los padres de la magia negra. A la magia blanca, que representa el trabajo desinteresado del hombre en armonía con las potencias superiores, se opone la magia negra, que llaman a las fuerzas del infierno generando el impulso de la ambición y la lujuria. Los reyes turanios gozaban dominando y aplastando a sus vecinos. Rompieron el pacto fraternal que los unía a los reyes toltecas y cambiaron el culto,  instituyendo sacrificios sangrientos. En vez de beber el licor de inspiración divina se bebió la sangre negra de los toros, evocadora de influencias demoníacas. Esto también sucedía en la isla de Poseidonis, en los últimos tiempos de la Atlántida. Así fue la primera organización del mal, en que se produjo la ruptura con la jerarquía superior y se pacto con las fuerzas infernales, alumbrando la anarquía y la destrucción. Cada cual quería aplastar al otro en beneficio propio. Era la guerra de todos contra todos, el imperio de la codicia, de la violencia y del terror.

El mago negro no sólo se relacionaba con fuerzas perniciosas, sino que creaba otras nuevas fuerzas mediante las formas-pensamiento de las que se rodeaba. Se trataba de formas astrales inconscientes que se transformaban en crueles tiranos. Oprimían y explotaban a sus semejantes transformándolos en esclavos de verdugos implacables, que eran los falsos dioses que ha creado. Al declinar la Atlántida, esta fue la esencia de la magia negra que se desarrolló en unas proporciones como nunca después ha vuelto a alcanzar. Se vieron cultos monstruosos, templos consagrados a serpientes gigantescas y a pterodáctilos que devoraban víctimas humanas. El hombre poderoso se hizo adorar por multitudes de esclavos.  Se produjo la degeneración en una parte de los pueblos de la Atlántida. Los ricos adquirieron la costumbre de colocar en los templos estatuas suyas de oricalco, oro o basalto. Los sacerdotes rendían culto a estos ídolos ridículos. El mal se fue acumulando a lo largo de los siglos. La irrupción avasalladora del vicio, el furor del egoísmo y la anarquía, se extendieron tanto que toda la población atlante se dividió en dos bandos. Una minoría se agrupó en torno a los reyes toltecas, que seguían siendo fieles a su vieja tradición. Los demás adoptaron la tenebrosa religión de los Turanios. La guerra entre la debilitada magia blanca y la creciente magia negra se extendió por la Atlántida. Mucho antes de la primera catástrofe que trastocó el continente, la Ciudad de las Puertas Doradas fue conquistada por los reyes turanios. El pontífice de los reyes solares tuvo que refugiarse en el norte, junto a un rey aliado de los Tlavatlis, donde se estableció con un núcleo de fieles. A partir de este momento comenzaron las grandes migraciones hacia Oriente, mientras que la civilización propiamente atlante no hacía sino declinar.  Los turanios ocuparon la metrópoli y el culto de la sangre profanó el Templo del Sol. Triunfó la magia negra. Una corrupción y perversidad desmedidas se difundieron ilimitadamente en esta humanidad impulsiva,  desprovista del freno de la razón. La ferocidad de los hombres se contagió incluso al mundo de las bestias. Los grandes felinos primitivamente domesticados por los atlantes se transformaron en jaguares, tigres y leones salvajes. Finalmente el desorden ganó a los elementos y a toda la naturaleza, como una Némesis de la magia negra. Némesis es una diosa encargada de la venganza de los dioses sobre los malvados, que castigaba también la pasión desordenada. Algunos la consideraban como representación de la potencia solar. A veces se la representaba apoyándose en un timón para indicar que guiaba el universo. En esculturas suyas aparecidas en Toscana se la representaba con vestiduras egipcias y rodeada por completo de un velo formando espirales.
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Una catástrofe separó la Atlántida de la América naciente. A largos intervalos siguieron otras. Las cuatro grandes catástrofes que se tragaron el soberbio continente no tuvieron las mismas características que los cataclismos de Lemuria. Vemos actuando en ellas a las mismas fuerzas pero bajo impulsos distintos, que se manifiestan de manera diferente. La Tierra es un ser vivo. Su cascara sólida y mineral no es sino una corteza delgada si la comparamos con el interior de la bola formado por esferas concéntricas de una materia sutil que son los órganos sensitivos y generadores del planeta. Estas entrañas vibrantes almacenan fuerzas primordiales y responden magnéticamente a los movimientos que agitan la humanidad. De alguna manera acumulan la electricidad de las pasiones humanas y, periódicamente, la vuelven a enviar a la superficie. En los tiempos de Lemuria, el desencadenamiento de la animalidad bruta había hecho que el fuego terrestre brotara directamente en la superficie del globo. Lemuria se transformó en una especie de magma hirviente donde millares de volcanes se encargaron de exterminar mediante el fuego este mundo que bullía de monstruos. En la época de la Atlántida el efecto de las pasiones humanas sobre el alma ígnea de la tierra fue más complejo y no menos temible. La magia negra, que entonces se hallaba en la cima de su poder, actuaba directamente sobre el centro de la Tierra, de donde extraía su fuerza. Con ello excitó otros impulsos en el circulo del fuego elemental. Este fuego, procedente de las profundidades por vías tortuosas, se acumuló en las fisuras y cavernas de la corteza terrestre. Se originaron sacudidas sísmicas que, de época en época, estremecieron la Atlántida de Este a Oeste, siguiendo como eje principal la línea del ecuador. Estas olas de fuego horadaban y excavaban la corteza del antiguo continente a lo largo de todo su recorrido. Faltándole la base, la Atlántida se derrumbó en pedazos y acabó  por hundirse en el mar con una gran parte de sus habitantes. Pero a medida que desaparecía el continente sumergido, otra tierra surgía en occidente con su barrera de cimas. Pues una vez las olas gigantescas de fuego interior llegaban al final de sus largas ondulaciones, los rompientes de fondo del planeta enfebrecido levantaron en crestas volcánicas las cadenas de los Andes y de las Montañas Rocosas, espina dorsal de la futura América.

Las descargas eléctricas que acompañaron a todos estos fenómenos desencadenaron en la atmósfera ciclones, tempestades y tormentas gigantescas. Una parte del agua, que hasta ese momento vagaba en el aire en forma de vapores, se precipitó sobre el continente en cascadas y torrentes de lluvia. Como si las potencias del cielo y del abismo se hubieran conjurado, el suelo no sólo se hundía sino que además fue inundado. La tradición esotérica dice que en el último de estos diluvios perecieron sesenta millones de hombres. Así fue barrida de la tierra la Atlántida, centro de la magia negra. Y esta fue la razón por la que desaparecieron sucesivamente bajo las olas impasibles del océano vencedor, la Ciudad de las Puertas Doradas, Routa, Dayta, islas de palmeras verdeantes, y también las altivas cimas de Poseidonis. El azul profundo y luminoso del océano se extendía entre las nubes desgarradas. Pero en el último periodo de la Atlántida y antes de que se descompusiera por completo la vieja raza, una minoría de atlantes emprendió la marcha hacia oriente. Fue un éxodo solar, en busca de una nueva patria. El término de tal peregrinación habría de ser la cordillera del Himalaya. Pero antes de alcanzar su objetivo, esta peregrinación, que duró milenios, hizo diversas etapas. La primera y más importante fue en Irlanda, que entonces formaba una gran isla con Inglaterra, el norte de Francia y Escandinavia.  A esta época perteneces los cultos que ha conservado la mitología celta, tanto en Carnac, en Bretaña, como en Stonehenge, en Inglaterra, entre otros lugares. Las tradiciones de esos pueblos, vida al aire libre, exaltación guerrera, etc., no eran sino una reacción contra la descomposición de la civilización atlante y un entrenamiento adecuado a las tareas que les esperaban. Una vez llegados al Himalaya, donde constituyeron definitivamente una nueva civilización,  refluyeron hacia occidente en diversos grupos, que fueron los arios de la India, los escitas, los sármatas, los caldeos, los griegos, los semitas, etc. El origen común de todos estos grupos, que suelen designarse con el nombre genérico de indoeuropeos, ha sido probado suficientemente por los estudios históricos. El culto de los antepasados practicados por los celtas y también por algunos de los grupos que llegaron desde el Himalaya a occidente, tenía la finalidad de favorecer la reencarnación de los mejores de los antepasados, para que guiaran la humanidad en su evolución cósmica.
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Se celebraba en el solsticio de invierno, en la noche más larga a la que se llamaba la noche-madre del año, que tenía la reputación de ser la de las concepciones felices. No hace falta indicar que el cristianismo tomó la idea de la Navidad de estas antiguas tradiciones. El solsticio de invierno corresponde al instante en que la posición del Sol en el cielo se encuentra a la mayor distancia angular negativa del ecuador celeste. Dependiendo de la correspondencia con el calendario, el evento del solsticio de invierno tiene lugar entre el 20 y el 23 de diciembre todos los años en el hemisferio norte, y entre el 20 y el 23 de junio en el hemisferio sur. Idéntico sentido aunque formas diferentes tenían los cultos del solsticio de verano, cuyo recuerdo se conserva en tradiciones como las fiestas de San Juan. Los atlantes habrían de revivir en Europa, en América y en Asia a través de las razas emigradas y, según las teorías esotéricas,  por las reencarnaciones periódicas de las almas. Pero el recuerdo del continente perdido se difuminó en la memoria de la nueva humanidad, como un sueño fabuloso. Solo se conservó la memoria de un Edén perdido, de una caída y de un diluvio terrorífico. Los poetas griegos hablaban de un coloso-fantasma, sentado en medio del océano y más allá de las columnas de Hércules, que sostenían el cielo nuboso con su cabeza poderosa.  Lo llamaban el gigante Atlas. Tal vez en el fondo de toda conciencia humana duerme el sueño de un paraíso perdido. A diferencia de otras civilizaciones extinguidas bien documentadas, como la maya, la micénica o la babilónica, sobre las que se ha podido reconstruir un lenguaje, precisar lugares geográficos y trazar contactos con otras culturas contemporáneas, en el caso de la Atlántida esto no ha sido posible. Así y todo, hay innumerables pequeñas evidencias que parecen proceder de una misma fuente. Tenemos, por ejemplo, los mitos universales que preservaron un remoto conocimiento de la precesión de los equinoccios, un fenómeno astronómico supuestamente descubierto por Hiparco en el 127 a.C. El hecho de que este ciclo se complete aproximadamente cada 26.000 años sugiere que los humanos habrían estado observando el cielo sistemáticamente durante milenios, según expusieron Giorgio de Santillana, filósofo italiano-americano e historiador de la ciencia, y la científica alemana Hertha von Dechend.

En astronomía, la precesión de los equinoccios es el cambio lento y gradual en la orientación del eje de rotación de la Tierra, que hace que la posición que indica el eje de la Tierra en la esfera celeste se desplace alrededor del polo de la eclíptica, trazando un cono y recorriendo una circunferencia completa cada 25 776 años, período conocido como año platónico, de manera similar al bamboleo de un trompo o peonza. El valor actual del desplazamiento angular es de 50,290966” (segundos de arco) por año, o alrededor de 1° cada 71.6 años. Este cambio de dirección es debido a la inclinación del eje de rotación terrestre sobre el plano de la eclíptica y la torsión ejercida por las fuerzas de marea de la Luna y el Sol sobre la protuberancia ecuatorial de la Tierra. Estas fuerzas tienden a llevar el exceso de masa presente en el ecuador hasta el plano de la eclíptica. Históricamente se le atribuye el descubrimiento de la precesión de los equinoccios a Hiparco de Nicea, como el primero en dar el valor de la precesión de la Tierra con una aproximación extraordinaria para la época. Las fechas exactas no son conocidas, pero las observaciones astronómicas atribuidas a Hiparco por Claudio Ptolomeo datan del 147 al 127 a. C. Algunos historiadores sostienen que este fenómeno ya era conocido, al menos en parte, por el astrónomo babilonio Cidenas, quien habría advertido este desplazamiento ya en el año 340 a. C. La rotación de la Tierra causa un ensanchamiento ecuatorial, y un achatamiento polar de unos 21 km aproximadamente. Además el eje de rotación de la Tierra está inclinado 23º 26’ con respecto a la perpendicular a la eclíptica, el plano que contiene la órbita solar de la Tierra. Por tanto, una mitad del ensanchamiento ecuatorial se sitúa sobre el plano de la eclíptica y la otra mitad debajo. Durante los equinoccios, los ensanchamientos de cada lado de la eclíptica están a la misma distancia del Sol y este no produce momento de fuerza. En cambio, todo el resto del tiempo, y sobre todo en los solsticios, el ensanchamiento de uno de los lados de la eclíptica no se encuentra a la misma distancia que el ensanchamiento del otro lado, y se produce un momento de fuerza creado por el Sol, que tiende a llevar el exceso de masa presente en el ecuador hasta el plano de la eclíptica y provoca el movimiento de precesión de la Tierra. Si no existiese el achatamiento y la Tierra fuese esférica, la atracción del Sol no produciría un momento de fuerza sobre la Tierra y no habría modificación de la dirección del eje terrestre. Durante unos pocos meses o años el eje terrestre se dirige hacia prácticamente el mismo punto sobre la esfera celeste, debido a la conservación del momento angular de la Tierra.
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Es probable que los barcos de los atlantes, en su regreso después de la catástrofe, hallaran el océano infranqueable y retornaran horrorizados a las costas de Europa. La conmoción que experimentó la civilización se tradujo probablemente en uno de esos periodos de retroceso en la historia de la Humanidad en que se perdió todo contacto con el hemisferio occidental.  Llevado de su entusiasmo por esta teoría atlántica como interpretación de la historia, Ignatius Donnelly, (1831-1901), escritor, abogado y político estadounidense, principalmente conocido a por sus extensos escritos sobre la Atlántida, sostuvo que hasta una época muy reciente casi todas las artes esenciales de nuestra civilización proceden de los tiempos de la Atlántida. Sin duda de aquella antigua cultura egipcia que coincidió con la atlántica y fue resultado de ella. Durante seis mil años, el mundo no hizo ningún progreso respecto de la civilización de los Atlantes. Al subrayar la antigüedad de los importantes adelantos que consiguió la primitiva civilización, Donnelly sugiere que todos provienen de un punto central y afirma: “No puedo creer que los grandes inventos se realizaron en varios lugares, a la vez de forma espontánea, como algunos quisieron hacernos creer. No hay verdad alguna en la teoría de que los hombres, urgidos por la necesidad, siempre han de inventar las mismas cosas para satisfacer sus necesidades. Si así fuese, todos los salvajes habrían inventado el boomerang, todos poseerían objetos de cerámica, arcos y flechas, hondas, tiendas y canoas. En una palabra, todas las razas habrían alcanzado la civilización, porque sin duda las comodidades de la vida resultan igualmente agradables para todos los pueblos. Cada una de las razas civilizadas del mundo ha tenido algún tipo de civilización, incluso en su época más primitiva, y de la misma forma que todos los caminos llevan a Roma, todas las líneas convergentes de la civilización conducen a la Atlántida“. Como prueba de la expansión de la cultura atlántica hacia ambas orillas del Atlántico, Donnelly argumenta: “Si en ambas orillas del Atlántico encontramos precisamente las mismas artes, ciencias, creencias religiosas, hábitos, costumbres y tradiciones, resulta absurdo decir que los pueblos de los dos continentes alcanzaron en forma separada y siguiendo exactamente los mismos pasos, justamente los mismos fines“.

Donnelly indica numerosos paralelismos entre América y el Viejo Mundo en materia de leyendas, religión, adoración del Sol, magia, creencia en espíritus y demonios, la tradición del Jardín del Edén, la reiterada presencia de ciertos símbolos, como la cruz y la esvástica, ritos fúnebres y momificación, e incluso tradiciones como el fajado de las cabezas de los niños para producir cráneos alargados. Todo ello era común a pueblos tan distantes como los mayas, los incas, los antiguos celtas y los egipcios. En esto puede haberse visto directamente inspirado por Platón al tratar de la leyenda de Faetón, que condujo el carro solar de su padre a través de los cielos y que, al no poder controlar los caballos fue destruido: “Aunque en forma de mito, estaba realmente relacionado con las acciones de los cuerpos celestes y los reiterados desastres de las conflagraciones“. Para Donnelly, todos los mitos griegos son parte de la historia. Sostiene que la Atlántida es la clave de la mitología griega, y que los dioses y diosas griegos, “que nacen, comen y beben, hacen el amor, fascinan, roban y mueren“, eran un confuso recuerdo de las hazañas de los gobernantes atlantes. “La mitología griega es una historia de reyes, reinas y princesas, de amores, adulterios, rebeliones, guerras, asesinatos, viajes por mar y colonizaciones de palacios, templos, talleres y herrerías; de fabricación de espadas, de grabado y metalurgia; de vino, cebada, trigo, vacunos, ovejas, caballos y agricultura en general. ¿Quién puede dudar de que la mitología griega en su conjunto es el recuerdo que una raza degenerada conservó de un imperio vasto, poderoso, y muy civilizado, que en un pasado remoto cubrió grandes extensiones de Europa, Asia, África y América?“.      Propone que las figuras históricas atlantes se convirtieron en dioses de otras naciones y sugiere este ejemplo: “Supongamos que Gran Bretaña sufre mañana un destino semejante. ¡En qué terrible consternación se verían sumidas las colonias y la familia humana toda!… Guillermo el Conquistador, Ricardo Corazón de León, Alfredo el Grande, Cromwell y la reina Victoria podrían sobrevivir solamente como los dioses o demonios de las razas posteriores, pero la memoria del cataclismo en que pereció instantáneamente el centro de un imperio universal jamás se borra-ría; sobreviviría en fragmentos, más o menos completos, en cada región de la Tierra”.
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Años más tarde, el escritor francés Edgar Daqué se hizo eco de la teoría de Donnelly en el sentido de que los relatos sobre los dioses griegos eran una verdadera historia. Daqué estudió, entre otras teorías geográficas, la leyenda de las Pléyades, las hijas de Atlas que se convierten en estrellas. Para él se trataba de una alegoría para explicar la desaparición de algunos fragmentos de la cadena montañosa del Atlas bajo el mar. En otras palabras, ciertas partes del cuerpo de Atlas, sus hijas, desaparecieron y se convirtieron en estrellas, las Pléyades,  mientras sus formas anteriores, de la época en que eran montañas, yacen todavía sumergidas en el Atlántico. Explica también la petición de oro que hizo Hércules a las Hespérides, como una alegoría del comercio griego con una cultura más avanzada del Atlántico. En su opinión, las manzanas de oro eran naranjas o limones, y la cultura occidental (la Atlántida) tenía probablemente “variedades mejor desarrolladas de frutas y productos que habrían provocado la envidia de las razas mediterráneas más pobres“. Tenemos la teoría del supuesto cultivo del plátano y la piña en la Atlántida, y es de notar que en italiano el tomate,  desconocido en Europa antes del descubrimiento de América,  se llama pomodoro“, manzana de oro“. Donnelly afirmó también que los dioses fenicios eran recuerdos de los gobernantes de la Atlántida y que los fenicios estaban más cerca de los atlantes que los griegos y, de hecho, sirvieron de vehículo para la transmisión de los elementos de esta cultura más antigua a griegos, egipcios, hebreos y otros: “El territorio que cubría el comercio de los fenicios representa, hasta cierto punto, el área del viejo imperio atlántico. Sus colonias y centros comerciales se extendían hacia Oriente y Occidente, desde las costas del Mar Negro, a través del Mediterráneo, hacia la costa occidental de África y España y alrededor de Irlanda e Inglaterra. Por el Norte y el Sur llegaban desde el Báltico hasta el Golfo Pérsico. Estrabón calculaba que contaban con trescientas ciudades a lo largo de la costa occidental de África“.      Relaciona claramente a Colón, que parece era de origen judío, con los semitas fenicios y dice:      “Cuando Colón se hizo a la mar para descubrir el Nuevo Mundo, o redescubrir uno viejo, partió de un puerto fenicio fundado por aquella gran raza, dos mil quinientos años antes. Este marino atlántico, de rasgos fenicios y que navegaba desde un puerto atlántico, simplemente volvió a cubrir la ruta del comercio y la colonización que había quedado cerrada cuando la isla de Platón se hundió en el mar“.

Donnelly considera el imperio atlante como un mundo prehistórico que se extendía por la mayor parte de la tierra. Casi toda su obra está dedicada a rastrear leyendas, influencias e incluso reliquias de los atlantes, especialmente en Perú, Colombia, Bolivia, América Central, México y el Valle del Mississippi, en que relacionó la cultura de los constructores de promontorios con la isla-continente. Las buscó en Irlanda, España, África del Norte, Egipto y especialmente en la Italia pre-romana, Gran Bretaña, las regiones del Báltico, Arabia, Mesopotamia, e incluso la India. Al respecto escribió: “Un imperio que llegaba desde los Andes hasta Indostán; en su mercado se encontraba maíz del valle del Mississippi, cobre del lago Superior, oro y plata de Perú y México, especies de la India, estaño de Gales y Cornualles, bronce de Iberia, ámbar del Báltico, trigo y cebada de Grecia, Italia y Suiza“. Habla de los atlantes como “los fundadores de casi todas nuestras artes y ciencias; eran los padres de nuestras creencias fundamentales; los primeros civilizadores, navegantes, mercaderes y colonizadores de la Tierra; su civilización tenía ya gran antigüedad en los primeros tiempos de la civilización egipcia, y habrían de pasar miles de años antes de que nadie soñara con Babilonia, Roma o Londres. Este pueblo perdido era nuestro antepasado; su sangre corre por nuestras venas, las palabras que usamos a diario fueron escuchadas en su forma primitiva en sus ciudades, cortes y templos. Cada rasgo de raza, y pensamiento, de sangre y creencia, nos hace retornar a ellos”. Llevado por su afán de demostrar su teoría, Donnelly imaginó a menudo similitudes culturales y raciales que posteriormente han sido desmentidas. En especial, las relaciones lingüísticas, que frecuentemente han resultado erróneas. La traducción del código troano maya, es un buen ejemplo de los extremos en que pueden desembocar los investigadores llevados de una idea preconcebida. El código es la primera parte de los únicos tres documentos mayas escritos que escaparon a la destrucción general iniciada por el obispo Landa, que ocupaba la diócesis de Yucatán en el siglo XVI. La traducción fue intentada por Brasseur de Bourbourg y luego por Le Plongeon, ambos en el siglo XIX, durante su investigación sobre la Atlántida y en su intento de relacionar la civilización maya del Yucatán con la de los atlantes. Brasseur de Bour-bourg descubrió en los archivos de Madrid, en 1864, un alfabeto maya recopilado por el obispo Landa, quien paradójicamente fue el que más hizo por destruir toda la literatura maya. Este alfabeto estaba basado en un concepto totalmente erróneo, debido a que Landa, cuando intentó descifrarlo, no advirtió que los mayas probablemente carecían de abecedario y tal vez utilizaban una mezcla de jeroglíficos y símbolos fonéticos. De ahí que, al preguntar por el equivalente de las letras  a, b, c,  etc., Landa sólo obtuvo que los indios le dijeran la palabra  maya que más se acercara al sonido de la palabra española equivalente a  a, b, c,  etc., y le entregaran simplemente una colección de sonidos breves que no tenían relación alguna con un alfabeto ni con un sistema fonético.
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Brasseur de Bourbourg aplicó este alfabeto erróneo al idioma maya, que él hablaba, e hizo una traducción del código troano, que posteriormente influyó de manera notable en Donnelly y otros. Esta es su versión: “En el sexto año de Can, en el undécimo Muluc del mes de Zac, hubo pavorosos terremotos que continuaron hasta el decimotercero Chuen. La tierra de las colinas de arcilla, Mu, y la tierra de Moud sufrieron el seísmo. Se vieron sacudidas dos veces y por la noche desaparecieron repentinamente. La corteza de la Tierra fue repetidamente levantada y hundida en varios puntos por las fuerzas subterráneas, hasta que no pudo resistir las tensiones y muchos países quedaron separados por profundas grietas. Finalmente, ninguna de las dos provincias pudo resistir y ambas se hundieron en el océano, arrastrando a 64 millones de habitantes. Ocurrió hace 8060 años“. Augustus Le Plongeon, otro arqueólogo francés que conocía la lengua maya y que se dedicó a la exploración y excavación de ciudades de aquella civilización, también inventó una traducción del mismo tema. Su versión es la siguiente: “En el año 6 Kan, en el undécimo Muluc, en el mes Zac, hubo terribles terremotos, que continuaron sin interrupción hasta el decimotercero Chuen. El país de las colinas de barro, la tierra de Mud, fue sacrificado: luego de ser levantado en dos ocasiones, desapareció durante la noche y el valle se vio continuamente sacudido por fuerzas volcánicas. Como era un lugar muy estrecho, la tierra se levantó y hundió varias veces en distintos sitios. Por último, la superficie cedió y diez países resultaron partidos y separados. Incapaces de soportar la fuerza de la convulsión se hundieron con sus 64 millones de habitantes, 8060 años antes de que este libro fuera escrito“.      Además, Le Plongeon intentó una traducción interpretativa, basada en el antiguo sistema egipcio de jeroglíficos, con respecto a la pirámide Xochicalco, cercana a Ciudad de México. Así decía la traducción: “Una tierra del océano es destruida y sus habitantes son asesinados para convertirlos en polvo“. Estas traducciones de Brasseur y Le Plongeon se citaban muy frecuentemente y, sin duda, eran conocidas por Donnelly. No se puede menos que preguntar cómo es posible que unos especialistas tan serios, que se tomaron el trabajo de aprender lenguas indígenas americanas y exploraron activamente las ruinas selváticas del imperio maya, pudieron traducir en forma errónea ciertas inscripciones para obtener la fama. En otras palabras, vieron en las inscripciones lo que querían ver. Hasta hoy, ninguno de los manuscritos o inscripciones mayas han podido ser descifrados, aunque parece que los arqueólogos rusos están tratando de hacerlo por medio de computadoras.

Lewis Spence, un estudiante escocés de mitología que escribió cinco libros sobre la Atlántida, entre 1924 y 1942, cree que no existió una isla-continente, sino dos: una en el lugar señalado por Platón y otra cerca de las Antillas (llamada Antillia), en los alrededores del actual Mar de los Sargazos. Esta tesis que sostiene la existencia de varias masas terrestres atlánticas es compartida por otros teóricos, que suponen que la isla no se hundió toda de una vez, sino tras una serie de cataclismos espaciados en el tiempo que produjeron una remodelación de la superficie de la Tierra, que todavía está en curso. Spence dedicó gran parte de su investigación a la mitología comparada, especialmente con el fin de relacionar las leyendas precolombinas de las tribus y naciones americanas con leyendas del Viejo Mundo, no sólo las de las culturas mediterráneas, sino también las del Norte celta, que él, como mitólogo escocés, estaba capacitado para interpretar. Spence destacó tantos puntos coincidentes entre estas leyendas, que uno no puede por menos que llegar a la convicción de que, o bien existió una intensa comunicación entre el Viejo y el Nuevo Mundo antes del descubrimiento de Colón, o cada hemisferio desarrolló sus leyendas a partir de un punto central, que luego desapareció. Por ejemplo, véanse las similitudes que se señalan entre Quetzalcóatl, el dios tolteca que llevó la civilización a México y que regresó a Tlapallan, su lugar de origen en el mar oriental, y Atlas, tan importante en las leyendas que se refieren a la Atlántida. El padre de Atlas era Poseidón, dios del mar, en tanto que el padre de Quetzalcóatl era Gucumatz, una deidad del océano y del terremoto, “la serpiente antigua que vive en la profundidad del océano“. Quetzalcóatl y Atlas eran mellizos, ambos se representaban con barba y cada uno de ellos  sostenía el cielo. Un aspecto particularmente interesante de las teorías de Spence acerca de la Atlántida se refiere a las oleadas de inmigración cultural que aparentemente llegaron a Europa desde Occidente en ciertos períodos y especialmente alrededor de los años 25.000, 14.000 y 10.000 a.C. Esta última fecha coincide con la del supuesto hundimiento final de la Atlántida. Estos tipos de culturas prehistóricas europeas han recibido los nombres de las localidades en que fueron originalmente descubiertas, como Cro-Magnon o Aurignac, la más antigua, que fue llamada así porque apareció en Cro-Magnon y en una gruta de Aurignac, en el sudoeste de Francia. Esta civilización sorprendentemente avanzada data de hace más de 25.000 años y se difundió a través de ciertos sectores de la Europa sudoccidental, el norte de África y el Mediterráneo oriental. Las pinturas y grabados que aparecen en las paredes de las cavernas sugieren una cultura muy desarrollada que poseía un profundo conocimiento de anatomía. Estas pinturas o bajorrelieves de las cavernas muestran gran preocupación por el toro, que ocupaba un lugar importante en el relato de Platón acerca de la religión atlántica y en las civilizaciones de Creta y de Egipto, donde existía el buey sagrado, Apis. Incluso hoy, 25.000 años después, pese a que ya no es un símbolo religioso, el toro es todavía un elemento importante de la cultura española. Los cráneos de Cro-Magnon indican que el tipo humano al que pertenecían poseía una capacidad cerebral mucho mayor que la de los habitantes de Europa de la época, casi como si se tratase de una raza de superhombres.
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Los mapas preservados por marinos como el turco Piri Reis, con la Antártida cartografiada sin hielo hace miles de años, confirman también que un conocimiento semejante sólo podía haber sido posible por parte de una civilización marítima anterior a los cambios de nivel sufridos por el mar a finales de la última edad glaciar, hace unos 11.500 años. Muchos consideran que la Atlántida fue una fantasía elaborada por Platón en sus diálogos Critias y Timeo, pero eso no ha impedido su búsqueda por parte de numerosos historiadores, eruditos, geólogos, submarinistas, paleontólogos y arqueólogos, sin olvidar a los visionarios ocultistas y dotados psíquicos. Con fragmentos reunidos por unos y otros, la investigadora norteamericana Shirley Andrews intentó esa reconstrucción en su obra Atlantis, Insights from a Lost Civilization. En esta visión, la Atlántida se despliega ante nuestros ojos  como un mundo muy parecido al nuestro en algunos aspectos. Si bien no puede atribuírsela enteramente el mérito del gran interés popular en la Atlántida, ya que lgnatius Donnelly causó sensación con su obra Atlantis (1882), podría afirmarse que los escritos de Helena Petrovna Blavatsky (1831-1891) sobre el mundo atlante, supuestamente obtenidos a partir del estudio de las tradiciones ocultistas orientales, influyeron poderosamente en esotéricos posteriores. Algunas de sus propuestas resultaban absurdas en su época, pero posteriormente han recobrado vigor. Por ejemplo, la de que seres inteligentes anteriores al hombre coexistieron con los dinosaurios parece cada vez más plausible a la vista de los inexplicables hallazgos de huellas y fósiles humanoides, correspondientes a aquella época, en diversas zonas del planeta. Por ejemplo, el geólogo Cecil N. Dougherty descubrió, en 1971, en el Valle de los Gigantes, en Texas, numerosas huellas de saurios de diversas especies, junto a otras de pies humanos de gran tamaño, en el mismo estrato geológico. Éste y otros descubrimientos semejantes parecerían dar la razón a Blavatsky, a los Vedas y a otras muchas antiguas tradiciones.  El «mapa» de la antigüedad de la Tierra y el esquema de la evolución humana mediante diversas «razas raíz», divididas en subrazas, trazados por Blavatsky, resultan discutibles. Pero, a medida que van aflorando fósiles humanos, cada vez de mayor antigüedad, parecen ir confirmándose sus informaciones. Es preciso señalar, no obstante, que las «razas raíces» de Blavatsky no se corresponden con nuestro concepto habitual de raza, ni siquiera con el de humanidad, ya que la primera sólo habría existido en un plano astral. La segunda o «hiperbórea» se acercaba más a los hombres actuales, pero estaba muy vinculada al plano etéreo y habitaba el norte de Asia y parte del Ártico. En tercer lugar estaban los habitantes de Lemuria, continente desaparecido en el Pacífico.

La humanidad actual sería la quinta raza, mientras que la cuarta correspondería a los atlantes, cuya avanzada civilización habría dado origen a las conocidas por nosotros. Sin embargo, al igual que Lemuria, su sociedad fue destruida por diversos cataclismos. Según los teósofos, las razas sexta y séptima que nos seguirán serán de nuevo más etéreas. ¿Cómo obtuvo Blavatsky esta información? Según ella, lo hacía accediendo a los Registros Akáshicos mientras entraba en trance y consultaba antiguos manuscritos tibetanos, o bien recibía los dictados de sus guías espirituales, los Mahatmas. Los Registros Akáshicos son un tipo de memoria universal de la existencia, un espacio multidimensional dónde se archivan todas las experiencias del alma, incluyendo todos los conocimientos y las experiencias de las vidas pasadas, la vida presente y las potencialidades futuras. En su obra La Doctrina Secreta, Blavatsky recogía extractos de uno de esos manuscritos, Las Estancias de Dzyan, que Blavatsky afirmaba haber visto en un monasterio de los Himalayas.  Un discípulo suyo, Scott-Elliot, también recopiló mucha información por esa vía. En su libro, Historia de la Atlántida (1896), ofrecía fechas concretas de los diversos cataclismos que la destruyeron y aseguraba que había ocupado la mayor parte del actual océano Atlántico. Según él, la Atlántida se extendía desde la actual Groenlandia hasta la mitad de la actual Sudamérica y durante su larga existencia estuvo habitada por diversas subrazas. Los antiguos lemurianos habrían medido más de 3,5 metros de estatura y algunos de sus descendientes pervivirían en algunas zonas del planeta, como Africa y Australia. Según esta fuente, los atlantes evolucionaron a partir de los lemurianos. Entre sus subrazas se contaban los primeros semitas y mongoles, pero la principal subraza de la Atlántida habría sido la tolteca, que conquistó el continente. Antes de la destrucción final, un grupo de iniciados toltecas emigró a América y Egipto.  John A. West demostró que la erosión sufrida por la Esfinge de Giza no se debía al viento del desierto, sino a la acción del agua. Tal hallazgo suponía datar la Esfinge en al menos 9.500 de antigüedad, en vez de 4.500 como se creía. Una obra de tal magnitud sólo pudo haberse construido con unos conocimientos arquitectónicos, astronómicos y matemáticos de una cultura muy anterior a la egipcia.
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Algo semejante podría decirse de la arquitectura de Tiahuanaco, construida supuestamente por los toltecas que emigraron a América. Pero la cuestión de las razas atlantes propuestas por los teósofos no termina aquí. Jörg Lanz von Liebenfels (1874-1954), uno de los que mayor influencia parece haber ejercido en la primitiva ideología nazi, compartía las creencias de los teósofos sobre Lemuria y la Atlántida, pero fue más allá que ellos en relación con las razas y subrazas atlantes. Von Liebenfels comenzó comparando la antropogénesis ocultista de Blavatsky con los hallazgos de la paleontología contemporánea. No tardó en afirmar que había descubierto el significado auténtico de Las Estancias de Dzyan. Según él, la octava estancia se refería a cómo los primeros lemurianos atrajeron el castigo divino al engendrar monstruos con otras especies. El investigador británico Nicholas Goodrick-Clarke, que escribió varios libros sobre ocultismo y esoterismo modernos y su relación con la política fascista, señala en su obra Las raíces ocultas del nazismo que «la consecuencia fue la creación de varias razas mixtas, que, según el Liebenfels, amenazaban la autoridad sagrada de los arios en todo el mundo». La perversión de las costumbres en la última etapa atlante no se limitó sólo a la práctica del bestialismo, sino también a la de la magia. Ésta terminó por minar su sociedad, según asegura, entre otros muchos, Daphine Vigers, en Atlantis Rising (1952): «Hace unos 10.000 años, los egoístas dirigentes de la Atlántida perdieron interés en el progreso científico y su respeto por el antiguo conocimiento desapareció. A medida que éstos dedicaban sus energías a peligrosas prácticas ocultas, la magia negra reemplazó gradualmente a la religión». Diversos autores han afirmado que la causa del desastre final se debió precisamente a la práctica de la magia, pero otros lo han atribuido a su avanzada tecnología, la cual les habría permitido manejar poderosas energías, que acabaron escapando a su control y provocaron un gran desequilibrio en la Naturaleza. Según Scott-Elliot, la tercera raza atlante -los toltecas- eran gigantes. Medían 2,5 metros y vivían en la fabulosa Ciudad de las Puertas Doradas, una gran urbe circular con canales, la misma que el sacerdote egipcio Solón describió a Platón. Era muy similar a la Khorsabad amurallada del rey Sargón II, en Sumeria, que estaba enterrada bajo las arenas en tiempos del filósofo griego. También se parecía a la capital de los aztecas en México y a la de los incas en Perú, que Platón desconocía.

Era, según la descripción de Platón, una ciudad circular con palacios, puertos y dársenas. Los recintos de tierra estaban amurallados y recubiertos de metales. El primero de bronce a modo de barniz, el segundo de estaño y la acrópolis de oricalco, un metal hoy desconocido y que relumbraba como el fuego. Esta ciudad tenía también numerosos templos dedicados a diversas deidades, muchos jardines, piscinas al aire libre, gimnasios, cuarteles y un hipódromo gigantesco cuyo circuito, de un estadio de largo, discurría en círculos concéntricos. La parte de la Atlántida que daba al mar se describe como llena de acantilados, pero en la ciudad central había una campiña rodeada de montañas.  Este edificio ha sido descrito con bastante detalle por el visionario F. S. Oliver en su obra Caminante entre dos mundos (1952), dice que: “tenía forma piramidal y en su interior había grandes cristales colgando del techo que creaban un efecto de luz especial. Una plataforma elevada de granito rojo ocupaba el centro del templo y poseía un gran bloque de cuarzo cuyos destellos no dañaban la vista, pero producían un fuego útil para las cremaciones y sacrificios. Excepto por la citada ciudad, los atlantes no solían construir grandes urbes debido a su impacto medioambiental“. Según expone Murry Hope, en su obra Practical Atlantean Magic (1991), sus comunidades eran pequeñas y las casas construidas hace unos 12.000 años eran circulares. El psíquico Dale Walker, por su parte, indica que «construyeron grandes torres como faros cerca del mar… Templos de gran belleza llenaban la Tierra. En ellos, la combinación de luz, color, sonido, magnetismo y energías de pensamiento se canalizaban mediante cristales para hacer maravillas en el campo de la sanación». Sin embargo, existen otras aportaciones algo más creíbles, como la de Edgar Cayce, el vidente que nos ha dejado el mayor legado psíquico sobre la Atlántida.  Edgar Cayce no sólo propuso una interesante cronología en relación con los cataclismos atlantes, posiblemente más cercana a la posible realidad que la de Scott-Elbot, sino que informó ampliamente sobre el avance tecnológico de nuestros ancestros. Nos habló, por ejemplo, del «poder de los cristales» y de «rayos súper cósmicos». Si las catástrofes geológicas a las que se refería Cayce ya suponían un gran desafío para las nociones científicas de su época, mucho más lo era describir las fuentes energéticas que activaban los barcos, submarinos y aviones de la civilización atlante. Sin embargo, no pareció equivocarse demasiado.
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Seres humanos con características anatómicas similares a las actuales ya estaban dispersos por el planeta hace unos 50.000 años, fecha próxima a la que indicó Cayce para la primera destrucción de la Atlántida. Las demás fechas en las que Cayce sitúa los cataclismos posteriores, concuerdan con las de los geólogos sobre las inversiones de los polos magnéticos, cambios climáticos, terremotos, períodos de actividad volcánica y extinciones, de forma que sus visiones, que anticiparon muchos de éstos y de otros descubrimientos científicos, no parecen puramente imaginarias. Sus relatos sobre la utilización de alta tecnología, especialmente referida a cristales, resultaban hace tiempo más difíciles de aceptar, sobre todo cuando se refiere a ellos como acumuladores de información y energía, pero hoy ya no resultan tan absurdos. En la misma línea de Cayce, el psíquico Dale Walker ha indicado que «los cristales se utilizaban para convertir la energía solar en electricidad… Su increíble poder y esplendor fue posible gracias a la ciencia de los cristales. El descubrimiento del uso de los cristales para controlar la increíble reacción energética entre materia y antimateria dio lugar a los vuelos espaciales». Más detallado aún es el relato ofrecido por el psíquico Michael Gary Smith, según el cual éstos «disponían de pantallas mágicas en las que podían ver cuanto sucedía en cualquier punto de la Tierra. Asimismo poseían bolas de luz que se encendían y apagaban con un simple movimiento de la mano. Otro de los maravillosos inventos de esta civilización era un carro sin caballos que lanzaba un rayo de fuego, blanco por delante y rojo por detrás. Esta civilización creció hasta tal punto que disponían de barcos para llegar a casi cualquier punto de la tierra. Tampoco hay que olvidar los mágicos pájaros de plata donde la gente viajaba a través del cielo, a velocidades altísimas. Y más aún, existen indicios de que en la Atlántida había naves espaciales capaces de abandonar la atmósfera terrestre y llegar a la Luna y a otros planetas. Otro campo de la ciencia de la antigua Atlántida era la posibilidad de crear seres humanos iguales a nosotros y el uso de máquinas mentales subatómicas». Una tecnología tan puntera tenía que ir inevitablemente acompañada de una medicina muy avanzada. Según él, tenían un pequeño instrumento que cabía en la palma de la mano del paciente y consistía en un cristal con una capucha de cobre en cada extremo: «El médico podía leer el color del aura o del campo biomagnético del paciente mediante este cristal y diagnosticar la dolencia», explica Smith.
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En este sentido, los informes de J. Z. Knight son muy elocuentes: «Los atlantes sabían cómo transformar la luz en energía pura mediante láser. Incluso tenían naves espaciales que funcionaban con luz, una ciencia que obtuvieron gracias a la intercomunicación con entidades de otros sistemas estelares. En sus experimentos con la luz, perforaron la capa de nubes que entonces rodeaba a vuestro planeta, como la que hoy circunda a Venus. Al perforarla, se produjeron grandes diluvios, quedando Lemuria y el norte de la Atlántida bajo un gran océano de hielo». Quizá la intención, inconsciente o no, de quienes nos hablan sobre la Atlántida y las causas que provocaron su destrucción, sea la de avisarnos del peligro de que a nuestra civilización le suceda lo mismo. El descubrimiento de Brasil es atribuido al portugués Pedro Alvares Cabral. Desde entonces, este extenso país ha sido escenario de una infinidad de sorpresas. Durante años, los arqueólogos han intentado descubrir los orígenes de los nativos o de las civilizaciones desaparecidas antes de la llegada de Cabral. Recientes hallazgos en el nordeste brasileño han sido motivo de polémica ya que afectaban a las teorías vigentes sobre el origen del hombre en América. Sus 25000 años de antigüedad se han convertido ahora en 48000 y hay quien plantea hasta 70000 años. Ahora bien, el misterio no ha sido aclarado, y civilizaciones como la Marajoara, en el norte del Pará, en la desembocadura del rio Amazonas, o las del interior del estado de Bahía, que se supone han erigido ciudades ciclópeas, mantienen innumerables incógnitas. Hay que recordar que hasta hace muy pocos años la comunidad científica internacional creía que el territorio brasileño sólo había albergado indios que únicamente sabían construir toscas cabañas de paja. Pero ese concepto tradicional comenzó a experimentar un cambio radical a principios de siglo, cuando varios investigadores – entre los que se contaban exploradores, arqueólogos y periodistas,  plantearon una nueva y sorprendente teoría que relacionaba el origen de varias de estas civilizaciones con el continente perdido de la Atlántida. Según la hipótesis más aceptada entre los atlantólogos, en base a las descripciones hechas por Platón en el siglo IV a.C., la Atlántida habría existido en medio del océano Atlántico y se habría hundido bajo las aguas tras un violento cataclismo hace aproximadamente 11000 años. Según los Diálogos, habría sido un gran continente habitado por una avanzada civilización “cuyas casas tenían tejados de oro, con barcos y ejércitos destinados a invasiones y conquistas“.
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Basándose en estas y otras informaciones, el coronel ruso Alexander Pavlovich Braghine comenzó a moverse en busca de los vestigios que los atlantes pudieran haber dejado en otros continentes. Nacido en Moscú en 1878, Braghine fue jefe del servicio de contraespionaje del zar durante la Primera Guerra Mundial, y había combatido contra el ejército rojo. Tras la revolución rusa se exilio en Inglaterra y luego a Brasil, donde cambió su nacionalidad. Hasta su fallecimiento, ocurrido en Río de Janeiro en 1942, la Atlántida fue una de las obsesiones de su vida y sobre ella publicó dos libros: El enigma de la Atlántida y Nuestros descendentes de la Atlántida. Para el ex coronel, las leyendas difundidas entre los indígenas americanos en cuanto a los grandes maestros civilizadores, como Quetzalcoatl entre los aztecas, o Viracocha entre los incas, eran la  demostración de la presencia de los atlantes en las Américas. En Brasil, los indios tupis adoraban a Sumé, un dios barbado y de piel blanca, similar a sus homólogos entre los aztecas e incas. Se decía que había venido del Oriente, es decir, del lugar donde había existido el continente atlante. Braghine también citaba a las Amazonas, que en 1541 habían sido vistas por el explorador español Francisco de Orellana, cuando navegaba por el rio, que precisamente debía su nombre a aquellas mujeres guerreras. Estas mujeres de piel blanca podrían haber sido las descendientes de los supervivientes de la Atlántida, y habrían mantenido muchas de las costumbres de sus antepasados. Por ejemplo, usaban en símbolo universal de la fertilidad, la rana, en forma de amuletos, que eran conocidos como muiraquitas entre los indios brasileños. Tallados en una piedra verde llamada nefrita, amazonita o jadeíta, no sobrepasaban los 4 o 6 centímetros. Según los relatos de los exploradores, como el alemán Alexander Humboldt y el francés Bonpland, los indios tupís-guaranís contaban que las icamiabas, el nombre indio de las amazonas, que no tenían marido, obtenían la piedra de un lago sagrado, el Jaciuaruá (“Espejo de la luna“), para transformarla en objetos de gran valor mágico y medicinal. Por ello sus poseedores siempre rehusaban venderlas. Tales objetos son absolutamente únicos en toda América y causaban extrañeza a muchos expertos, por el hecho de estar tan bien labrados y con técnicas aparentemente tan avanzadas como para compararlas a las de los indios.

En la zona donde posiblemente habrían habitado las amazonas existen otros lugares enigmáticos relacionados con los descendientes de atlantes en Brasil. Se trata de la isla de Marajó, en la desembocadura del río Amazonas. Se trata de la mayor isla fluvial del mundo, con casi 50000 km cuadrados, que alberga una enorme extensión de pantanos todavía sin explorar, así como espesas selvas donde sobresalen las seringueiras o árboles del caucho, árboles de 20 a 45 metros de altura. Probablemente esta isla sea una de las áreas dónde haya la mayor cantidad de secretos sobre antiguas civilizaciones avanzadas de América. Braghine la consideraba como una colonia atlante de gran importancia, cuyos habitantes se habrían mezclado con los nativos y desarrollado técnicas de confección de cerámica muy exclusivas, de corte antropomorfo. Los pueblos marajoaras podrían haber llegado, conforme indica la arqueología ortodoxa, hacia el año 1000 a.C, y permaneciendo allí hasta el 1350 d.C., cuando desaparecieron de forma misteriosa. Los marajoaras dejaron grandes necrópolis de barro repartidas por toda la isla. El barro o la arcilla era la base de esa civilización que vivía en palafitos, viviendas apoyadas en pilares o simples estacas, construidas sobre aguas tranquilas como lagos, lagunas y caños. Además, sus cerámicas antropomorfas son consideradas las más ornamentadas de todas las Américas, aún más que las de los pueblos andinos y mexicanos. El último representante de la cultura marajoarafue Raimundo Cardoso, un indígena que vivió en un pueblo cercano a Belén do Pará, a escasos kilómetros de la isla de Marajó. Cardoso heredó de sus abuelos las técnicas tradicionales de confección de la cerámica, que enseñó a sus hijos, para que no se pierdan. “Antiguamente yo hacía la cerámica porque me gustaba, sin saber lo que significaban aquellas exquisitas figuras antropomorfas y geométricas“, declaró. “Pero en los últimos años comencé a buscar información sobre mis antepasados. Puedo afirmar con seguridad que tenían técnicas ceramistas tan avanzadas como las de los griegos. Lo más apabullante son unas inscripciones que recuerdan un alfabeto y cuyas letras se parecen a otras encontradas en el antiguo Oriente“.  Cardoso añadía que la sociedad marajoara era matriarcal y las mujeres eran quienes dominaban la técnica de modelar y cocer la arcilla. Los dibujos o formatos de mujeres embarazadas, ranas y sapos como símbolos de la fertilidad, y de la luna, son una clara demostración del culto a lo femenino, que puede tener vinculaciones con las amazonas atlantes.
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Otras culturas de origen misterioso han habitado las planicies selváticas de la cuenca del Amazonas. Por ejemplo, los tapajós, que hacían lámparas semejantes a las del Oriente, o los maracá, con pinturas a todo color, entre las que destacaban las del dios Jaguar. Desgraciadamente, muchos de los más importantes objetos arqueológicos de esos pueblos han sido robados y vendidos a coleccionistas particulares. Pero los misterios atlantes de la Amazonia no se terminan con estos pueblos. El explorador y escritor francés Marcen F. Homet, autor de los libros Los hijos del SolTras la pista de los dioses solares, emprendió entre los años 40 y 50 del siglo XX varias expediciones a la región noroeste de la Amazonia brasileña, donde había encontrado vestigios que pensó correspondían a la civilización atlante. Se trataba de inscripciones y dibujos sobre piedras dólmenes y leyendas entre los indios, que hablaban de un pueblo desaparecido, constituido por gigantes pelirrojos de ojos azules, que en otro tiempo dominaron la Amazonia. Uno de los principales vestigios de estos gigantes pelirrojos puede haber sido la Piedra Pintada, un gigantesco monolito de casi 30 metros de altura y 100 de anchura, cuyas paredes están recubiertas de símbolos y grabados, tales como una gigantesca serpiente estilizada de siete metros que presenta en sus extremidades una cabeza y un órgano genital masculino de grandes dimensiones. En total son 600 metros cuadrados de pinturas, que incluyen una especie de alfabeto desconocido, y que Homet achaca a los atlantes o sus descendientes, los cuales habrían logrado escapar del cataclismo hacia América y Europa, donde dieron origen a culturas como la de los celtas y vikingos, a los que Homet denomina Homo Atlanticus. Otros datos recabados por Homet nos cuentan las tradiciones de los indios de la tribu makuschi, en el norte del estado brasileño de Roraima, que hablan del Rey Maconem “príncipe de la era del diluvio“, probablemente coetáneo de Decaulión, el héroe del diluvio en las leyendas de la región del Mediterráneo europeo. En la mitología griega, Deucalión era hijo de Prometeo, y reinó en las regiones próximas a Ftía. Su esposa fue Pirra, hija de Epimeteo y Pandora. Cuando Zeus decidió poner fin a la Edad de Bronce con el gran diluvio, Deucalión, por consejo de Prometeo, construyó un arca y, disponiendo dentro de ella lo necesario, se embarcó en compañía de Pirra, relato similar al del bíblico Noé. Zeus hizo caer desde el cielo una copiosa lluvia e inundó la mayor parte de la Hélade, de manera que perecieran todos los hombres, excepto unos pocos que se refugiaron en las cumbres de las montañas próximas.

Después de nueve días y otras tantas noches navegando, al término del diluvio, la pareja volvió a tierra firme y Deucalión decidió consultar el oráculo de Delfos, asistida por Temis, sobre cómo repoblar la Tierra. Se le dijo que arrojase los huesos de su madre por encima de su hombro. Deucalión y Pirra entendieron que “su madre” era Gea, la madre de todas los seres vivientes, y que los “huesos” eran las rocas. Así que tiraron piedras por encima de sus hombros y éstas se convirtieron en personas: las de Pirra en mujeres y las de Deucalión en hombres. Deucalión y Pirra tuvieron varios hijos: Helén, Oresteo, Protogenia y Anfictión. El explorador francés Homet no deja tampoco de compaginar la leyenda de El Dorado con la de la Atlántida. Considera Manoa o El Dorado una Atlántida en miniatura, puesto que una tradición existente entre los nativos de la sierra de Parimá, en el extremo norte de Rondonia, recogida por el portugués Francisco Lopes en el siglo XVI y publicada en 1530 en la Historia Geral das Indias, habla de una ciudad con muros y tejados de oro ubicada en la isla de un gran lago salado.  En el centro de la ciudad estaría un templo consagrado al Sol. Homet reflexiona que Manoa podía haber sido la legendaria Ophir de los atlantes, donde habría minas de oro, y que tendría características semejantes a la ciudad descrita por Platón en su Critias. A casi 3000 km del estado de Roraima, en el estado de Paraíba, al nordeste de Brasil, se erige uno de los más espectaculares enigmas arqueológicos brasileños. Se trata de la piedra labrada de Ingá. En realidad, es un gran monolito de piedra gris que posee 24 metros de longitud por 3 de altura y yace en medio de una zona semiárida, a 88 km de la capital del estado, la ciudad de Joao Pessoa. Las inscripciones que la recubren de punta a punta están labradas en bajorrelieve, hecho poco común entre los antiguos habitantes de Brasil, y no tienen parangón con otras escrituras, símbolos o dibujos de cualquier parte de América.  Fue el bandeirante, nombre que se daba a los antiguos exploradores del interior de Brasil, Feliciano Coelho de Carvalho, quién descubrió el monolito en 1598. Los indios conocían la historia de esta piedra, ligada a una profecía, tan solo a partir de relatos de sus antepasados. A la llegada del dios Sumé, el dios blanco barbado que venía del oriente. Por eso, los sacerdotes portugueses, confundidos con el dios blanco y su séquito, tuvieron tanta facilidad para catequizar a los indígenas de Paraiba. “La piedra de Ingá fue labrada hace 5000 años por los hititas, un pueblo que vivió en la planicie de Anatolia, donde hoy se ubica el territorio turco y parte de Siria. Ellos poseían nociones de navegación capaces de llevarlos al otro lado del Océano Atlántico y alcanzar el litoral nordeste. Además, los hititas, igual que los vikingos y celtas, podrían muy bien haber sido descendientes directos de los atlantes huidos del gran diluvio citado por la Biblia“, dice Gabriele D’Annunzio Baraldi, un italiano afincado en Brasil, arqueólogo por afición y explorador de lugares misteriosos de ese país, que desde hace años se ha dedicado a estudiar el monolito.
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Para llegar a esa conclusión, comparó los símbolos de Ingá con los hititas, encontrando desconcertantes similitudes. En la Biblioteca Nacional de Brasil se pueden encontrar innumerables manuscritos y documentos del período colonial, muchos de los cuales son obras únicas traídas por el rey portugués Don Joao VI y la familia de los Braganza cuando huyeron de Lisboa a causa de la invasión de las tropas napoleónicas.  Uno especialmente importante es el manuscrito catalogado con el número 512, que consiste en una carta enviada por el bandeirante Francisco Raposo al virrey en 1754, describiendo el hallazgo, un año antes, de una extraña ciudad de piedra en el nordeste del estado de Bahía, mientras estaba buscando las legendarias minas de plata de Muribeca. En el mencionado documento se puede leer que en la ciudad había una gran construcción que enarbolaba delante de su fachada principal un monolito cuadrado con muchas inscripciones. Dentro del presunto edificio había quince escalones, cada uno con una cabeza de serpiente esculpida en piedra. Estos indicios, junto con las inscripciones de un extraño ídolo de piedra, presuntamente originario de Brasil, que dicen: “Tres años después de la salida de Keftiú (cuenta el cronista Ama, de raza didodiana y al servicio del rey Idomine) la nave Cnossos, siguiendo el trayecto de un navegante fenicio nativo de Biblos y llamado Arad, naufragó en las cercanías de la Bahía de Marajó“. Así habrían llegado los cretenses, descendientes de los atlantes, a Brasil. Y a partir de allí habrían alcanzado la región central del actual Matto Grosso-Goias, desarrollando una civilización altamente tecnológica. Esto es lo que escribió en 1929 el novelista brasileño Menotti del Picchia, en su novela La hija del Inca, quizá una de las más fantásticas y extraordinarias historias de la escasa historia de la ciencia ficción brasileña. A pesar del aspecto ficticio hay que subrayar algo importante de la vida de Menotti del Picchia. El escritor paulista era un atlantólogo y buena parte de su biblioteca estaba reservada al tema. Seguramente Menotti se inspiró en la expedición del coronel inglés Fawcett para escribir La hija del Inca, donde el capitán del ejército nacional Paulo Fregoso y un cabo son los únicos supervivientes de una expedición al Brasil Central, donde encuentran una ciudad metálica con robots que se transforman en cohetes siderales. Si Menotti no se pronunciaba respecto a sus opiniones sobre la Atlántida, otro brasileño, Caio Miranda, uno de los fundadores de la antigua Sociedad Teosófica Brasileña, fue uno de sus mayores divulgadores teóricos, principalmente en los años 30 del siglo XX. Debido a sus capacidades mediúmnicas o de clarividencia, llegaría a ser comparado con Edgar Cayce. Sus visiones del pasado demostraron que un millón de años atrás la civilización atlante desarrolló ocho ciudades principales, dentro de un sistema parecido al feudalismo teocrático de la Europa medieval.

En aquel entonces, el África occidental estaba unida al territorio sudamericano que correspondería al actual Río de Janeiro, y se había establecido una importante zona de comercio bajo la tutela del atlante Baldezir, que para Miranda es la raíz del nombre Brasil, y de su hijo Jetzabal, rey de la Tercera Ciudad. Baldezir había sido sorprendido por un cataclismo que fragmentó la Atlántida, sin llegar a destruirla, y dejó su efigie esculpida en la famosa Piedra da Gávea, que sigue existiendo hoy en Río de Janeiro y ha sido objeto de numerosas expediciones, que han encontrado en su cima inscripciones indescifrables. La clarividencia de Miranda mostró que hubo una tremenda confusión tectónica que dio origen al océano Atlántico. Hasta el año 9000 a.C. se sucedieron varios movimientos, menos intensos, de actividad tectónica y alguno de los momentos más fuertes puede haber coincidido con el diluvio descrito en la Biblia. El último fragmento de tierra en desaparecer fue la isla de Poseidonis, citada por Platón. Varios sabios se salvaron y lograron alcanzar México, Perú, India, Egipto, China, Escandinavia y el Cáucaso, creando en esos sitios núcleos comunitarios donde impartieron su enseñanza. En Escandinavia, esos sabios transmitieron sus conocimientos a los vikingos, que, según estudios recientes, pudieron haber llegado a Brasil antes que los portugueses gracias a las técnicas atlantes de navegación. A la India llevaron los secretos del yoga y a Egipto las medidas astronómicas y matemáticas que se emplearon en la construcción de las pirámides. Manco Capac, el primer inca, habría sido uno de los sabios atlantes que se salvó del diluvio y resurgió en la isla del lago Titicaca. A Brasil llegó el dios Sumé, de los tupis-guaranís. En la región central del estado de Goiás, donde predominan sierras y sabanas deshabitadas, existen vestigios de ciudades, estatuas y murallas de las que nada se sabe. Están a 35 km de un pueblo llamado Paraúna, en la Sierra de Portaria. Una de las pocas personas que han investigado in situ las ruinas ha sido el periodista Alodio Tovar, que opina que muchas figuras de gigantes de las sierras fueron talladas por el viento y acabadas por la mano del hombre. Las rocas con varios metros de altura expresan rostros humanos y no típicos de la región. Cerca está la Cidade de Pedra, constituida por bloques regulares que forman la base de las edificaciones. Las calles y plazas están recubiertas de paralelepípedos. Tovar cree que la ciudad puede estar relacionada con reinos subterráneos, como Agartha. La región es famosa por sus cuevas inexploradas, que podrían estar conectadas con las ciudades subterráneas de la Sierra del Roncador. En 1933, una expedición inglesa halló en una de ellas un inmenso salón capaz de albergar a miles de personas.
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Lo más impresionante de Paraúna es una gran muralla de casi quince kilómetros de extensión en el valle de la Sierra de Gales. Muy fragmentada, tiene una altura media de 4 metros y su anchura no supera los 1,3 metros. Sus bloques de piedra granítica tiene encajes casi perfectos, y recuerdan aquellos encontrados en Machu Picchu o Cuzco. A 18 km de Paraúna hay otra Sierra, la de la Arnica, llamada así por la abundancia de esta planta medicinal. Ahí yacen enormes bloques de piedra, también parecidos a figuras humanas y animales. No obstante, el sitio más fascinante es la Gruta de las Figuras Increíbles, ubicada entre Paraúna y el municipio de Ivolancia, en un lugar de difícil acceso donde abundan los grandes bloques de arenito-basalto rojo. Esa cueva posee centenares de dibujos pintados con pintura blanca y roja. Tovar interpreta esos dibujos como estilizaciones de símbolos e imágenes que existieron en otras civilizaciones y épocas. El único verdadero vestigio de la Atlántida en suelo brasileño podría encontrarse en el actual archipiélago de Fernando de Noronha, situado en el Océano Atlántico, a 345 km de la costa del estado de Río Grande do Norte. Sus veinte islas corresponden a la parte más alta de un volcán cuya base tiene 60 km de diámetro y se halla a 4000 metros de profundidad. La isla principal tiene 18 km cuadrados y en ella habitan 1346 personas, todas ellas marinos brasileños y sus familias. Apenas tiene ríos, y el agua potable se recoge de las lluvias o se transporta desde el continente. El paisaje es de una desolación casi total. Lo más impresionante para los escasos visitantes son unos picos que se elevan abruptamente hacia el mar, como el de la Bandeira, de 181 metros, y el Pico, de 321. El resto de la isla lo forman extensos llanos de roca negra o cenizas volcánicas. Si, como supone Braghine, hubiera existido en Fernando de Noronha alguna población atlante, lo más seguro es que hoy no quedaran restos, ya que la actividad volcánica en la zona parece haber sido muy importante. Otra isla misteriosa es la de Trindade, también de origen volcánico y situada a 1100 km de la costa del estado de Espíritu Santo, al norte de Río de Janeiro. Con tan sólo 8,2 km cuadrados, en ella solo hay una base de observación de la marina brasileña. En la década de los 50 se hizo famosa mundialmente cuando el comandante Almino Baraúna fotografió un OVNI que fue visto también por algunos marineros. Las fotos, cuyos negativos están en poder del gobierno norteamericano, han sido consideradas auténticas por los laboratorios de análisis ufológicos de EEUU. Otros posibles resquicios del continente original de la Atlántida son los peñones de San Pedro y San Pablo, a 900 km de la costa brasileña. Esas montañas acuáticas tienen tan solo como habitantes a miles de aves migratorias y son importantes núcleos ecológicos, a pesar de que apenas poseen vegetación. No se sabe cuándo han surgido, pero pueden ser resultado de las constantes actividades sísmicas y tectónicas que machacan los cimientos del océano Atlántico desde la destrucción de la Atlántida.

Los distintos personajes similares a Noé en el Mediterráneo y en Oriente son conocidos gracias a documentos escritos. Por ejemplo, Ut-Napshtim, de Babilonia; Baisbasbate, el sobreviviente de la inundación de que se habla en el Mahabarata, de la India; Yima, de la leyenda persa, y Deucalión, de la mitología griega, que repoblaron la tierra arrojando piedras que se convirtieron en hombres. Aparentemente, no hubo un solo Noé sino muchos, cada uno de los cuales, según la tradición, ignoraba la existencia de los otros. En todos estos casos, la razón por la que se produjo el diluvio es casi siempre la misma: la Humanidad se tornó malvada y Dios decidió destruirla. Pero, al mismo tiempo, resolvió que una pareja volviera a empezar.  Este recuerdo común acerca del gran diluvio sería sin duda compartido por los pueblos de ambos lados del Atlántico, si la Atlántida se hubiese hundido en la catástrofe descrita por Platón. No sólo habrían crecido las mareas en el mundo entero, sino que las tierras bajas habrían quedado sumergidas y las tormentas, tempestades, vientos desatados y terremotos habrían llevado a los observadores a creer que estaba llegando realmente el fin del mundo. Y el capítulo séptimo del Génesis ofrece un testimonio particularmente significativo del fenómeno del incremento del nivel del agua y las lluvias: “El mismo día se rompieron todas las fuentes de la gran profundidad y se abrieron las ventanas del cielo…“. Estas leyendas compartidas por tantos pueblos, acerca de una gran inundación podrían aludir al hundimiento de la Atlántida o al desbordamiento del Mediterráneo, o tal vez a ambos. Sin embargo, además de esas tradiciones comunes, debemos tener en cuenta la cuestión del nombre mismo, es decir, los nombres que se atribuyen al paraíso terrenal o al lugar de origen de la nación o tribu, que resultan especialmente asombrosos en las tradiciones de los indios de América del Norte y del Sur, como hemos visto en los casos de Aztlán y Atlán, Tollán y muy notables al otro lado del Atlántico. Allí encontramos la similitud de los nombres de las tierras perdidas, como Avalon, Lyonesse, Ys, Antilla, la isla atlántica de las siete ciudades y en el antiguo Mediterráneo, Atlántida, Atalanta, Atarant, Atlas, Auru, Aalu y otras. Todas estas leyendas se refieren a un territorio hundido bajo el mar.
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Algunas de esas culturas conservan tradiciones en las que se afirma que son descendientes de los atlantes o que sus antecesores se vieron culturalmente influidos por ellos. Esto es así especialmente en el caso de los vascos del Norte de España y de la Francia sudoccidental, cuya lengua no guarda relación con las demás lenguas europeas. Los bereberes todavía conservan tradiciones acerca de un continente situado en Occidente y su lenguaje tiene ciertas similitudes con el vasco. En Brasil, Portugal y en parte de España, está muy extendida la creencia acerca de la existencia de la Atlántida, lo que resulta lógico cuando uno piensa que, si la isla-continente existió, la parte occidental de la Península Ibérica fue la zona de Europa más cercana a ella.  La Atlántida, de Jacinto Verdaguer, publicada en 1878, poema que se ha convertido en uno de los clásicos de las letras catalanas, es sólo una de las numerosas creaciones literarias de autores que se consideran directa o indirectamente descendientes del continente perdido. En las islas Azores existen tradiciones acerca de la isla-continente, que fueron transmitidas por los portugueses, que encontraron las Azores deshabitadas.  Los habitantes de las islas Canarias eran una antigua raza blanca, como señalaron los primeros exploradores españoles, que conocían la escritura y que contaban con tradiciones que les señalaban como sobrevivientes de un imperio anterior. Su supervivencia concluyó con su redescubrimiento, ya que fueron exterminados en una serie de guerras con los invasores españoles. A consecuencia de ello se ha perdido lo que podría haber sido tal vez el único vínculo directo entre la Atlántida y nuestra época. Los pueblos celtas del oeste de Francia, Irlanda y Gales guardan recuerdos de antiguos contactos con las gentes de las tierras del mar. En Bretaña existen antiguas avenidas de menhires, colosales piedras verticales que descienden hasta el borde del Atlántico y continúan bajo el mar. Si bien ni siquiera los más entusiastas atlantólogos han sugerido que estos caminos submarinos pueden conducir a la Atlántida, lo más probable es que realmente llevasen a los campamentos galos cercanos a la costa y que ahora están sumergidos, ya que la costa francesa ha retrocedido considerablemente desde que fue colonizada. Sin embargo, podría ser  que esos caminos llevasen, efectivamente, a la Atlántida, ya que señalan una dirección que nos conduce a un lugar que existe en el recuerdo y llaman nuestra atención sobre los territorios perdidos bajo el mar.

Si existió la Atlántida, y si su civilización fue realmente destruida, ¿por qué no se organizaron operaciones de búsqueda para averiguar lo que había ocurrido? Tal vez para quienes vivieron en aquella época era como si hubiera sobrevenido el fin del mundo y por tanto, pensaban que se debía evitar aventurarse por el Atlántico. Por los conocimientos de que disponemos ahora, los fenicios, a quienes algunos especialistas consideran sobrevivientes de la Atlántida, y sus descendientes los cartagineses fueron los únicos antiguos navegantes que se adentraron en el Atlántico, más allá de Gibraltar. Aquellos marinos tuvieron grandes dificultades para mantener en secreto sus provechosas rutas comerciales y para impedir que los romanos y otros posibles competidores interfirieran en su tráfico.  Se sentían muy deseosos de perpetuar la referencia platónica de que el océano no era navegable y resultaba impenetrable en aquellos lugares “porque hay una gran cantidad de barro en la superficie, provocado por los residuos de la Isla“. Según el poeta romano Rufo Festo Avieno, el almirante cartaginés Himilco hizo la siguiente descripción de un viaje que llevó a cabo por el Atlántico en el año 500 a.C.: “Tan muerto es el perezoso viento de este tranquilo mar, que no hay brisa que impulse el barco. Entre las olas hay muchas algas, que retienen el barco como si fuesen arbustos. El mar no es muy profundo y la superficie de la tierra está apenas cubierta por un poco de agua. Los monstruos marinos se mueven continuamente hacia atrás y hacia adelante y hay algunos monstruos feroces, que nadan entre los navíos que se deslizan lentamente”. Otro de los documentos de la Antigüedad relacionado con la Atlántida es la “Descripción de Grecia”, de Pausanias, donde cita a Eufemos, el fenicio. Como podrá verse, el informe de Eufemos previene contra cualquier viaje por el Atlántico, pero especialmente hace la advertencia de que las mujeres no debían hacerlo de ninguna manera: ”En un viaje a Italia fue desviado de su curso por los vientos y llevado mar adentro, más allá de las rutas de los pescadores. Afirmó que había muchas islas deshabitadas, mientras en otras vivían hombres salvajes. Las islas eran llamadas Satirides por los marineros y los habitantes eran pelirrojos y lucían colas que no eran mucho menores que las de los caballos. En cuanto avistaron a sus visitantes, corrieron hacia ellos sin lanzar un grito y atacaron a las mujeres del barco. Finalmente, los marineros, temerosos, lanzaron a la costa a una mujer extranjera. Los sátiros la ultrajaron, no sólo de la manera usual, sino también en la forma más horrorosa”.
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Otro incidente contribuyó a disuadir a los investigadores griegos de aventurarse por el océano Atlántico: “después de conquistar Tiro, en Fenicia, Alejandro Magno envió una flota al océano, para llevar a cabo la posible conquista de otras ciudades o colonias fenicias que pudieran hallarse más allá del Mediterráneo. La flota se adentró en el océano y no se volvió a saber de ella”. Los cartagineses hicieron todo lo posible por mantener en secreto sus rutas comerciales del Atlántico ante griegos y egipcios, pero especialmente ante los romanos. Cuando ya no bastaron las leyendas acerca de los monstruos para impedir la competencia, recurrieron a medidas más resolutivas. La historia nos relata incidentes en que los barcos cartagineses eran deliberadamente hundidos, para no revelar su destino, cuando los barcos romanos los seguían más allá de Gibraltar. Entre las tierras que frecuentaron estos antiguos marinos en el Atlántico figuró, según informa Aristóteles, la isla de Antilla, que tenía un nombre similar al de Atlántida. Los cartagineses tenían tal afán de mantener el secreto sobre su existencia, que la sola mención de su nombre fue castigada con la pena de muerte. Se cree que conquistaron Tartessos, una rica y civilizada ciudad de la costa occidental de España, cerca de la desembocadura del Guadalquivir, que era tal vez la Tarshish mencionada en la Biblia por Ezequiel, quien dijo: “Tarshish fue vuestro comerciante, en razón de la multitud de toda clase de riquezas; con plata, hierro, estaño y plomo que ofrecían en vuestras ferias“.  En todo caso, Tartessos y su cultura desaparecieron en el siglo VI a.C. Si, como se ha sugerido, fue una colonia de la Atlántida, su destrucción significa la pérdida de otro posible vínculo con la isla sumergida, ya que, según se dice, conservaba documentos escritos de una antigüedad de seis mil años. Los mitos acerca de los territorios e islas desaparecidas que cultivaron los pueblos que poblaban las costas del Atlántico oriental hacen referencia a lugares con nombres que suelen evocar recuerdos de la Atlántida, como es el caso de Avalon, Lyonesse, Antilla y otros muy distintos, como la isla de san Brandan, isla mítica situada en algún lugar del océano Atlántico y relacionada con los viajes del monje irlandés san Brendán el Navegante en busca del paraíso terrenal o jardín de las Delicias, y la isla de Brasil, una isla fantasma situada en algún lugar del océano Atlántico y conocida de diversas formas desde su primera aparición en la mitología irlandesa, alguna vez identificada con la isla de San Brandán. En otros casos se les describe simplemente como “la isla verde bajo las olas“.

Hasta tal punto creyeron los irlandeses en la existencia de la isla de san Brandan, que enviaron media docena de expediciones a buscarla durante la Edad Media y se firmaron acuerdos por escrito determinando su división, una vez que hubiere sido hallada. Brandán el Navegante, también llamado Borondón, fue uno de los grandes monjes evangelizadores irlandeses del siglo VI. Abad del monasterio de Clonfert (Galway, Irlanda) que fundó en el 558 ó 564, fue protagonista de uno de los relatos de viajes medievales más famosos de la cultura celta medieval, relatado en la “Navigatio Sancti Brandani”, una obra que fue redactada en los siglos X o XI. La leyenda de su viaje se extendió durante siglos por la Europa cristiana. De acuerdo con la citada “Navigatio Sancti Brandani”, Brandán el Navegante partió el 22 de marzo del 516 con otros diecisiete monjes en un barco para buscar el Paraíso Terrenal. Después de un largo viaje, recaló en un mar lleno de islas, la identidad de las cuales ha sido motivo de controversias, y se ha afirmado que posiblemente se tratara de Terranova,  lo que convertiría a Brandán en el primer europeo conocido en llegar a América. También se la identifica con las islas del mar Caribe o las islas Canarias. La leyenda cuenta que los monjes celebraron una misa de resurrección en una isla que resultó ser una ballena (!!!), y ahí nació la leyenda de la isla errante en las aguas del Océano Atlántico. Antilla es el mismo nombre que los cartagineses con tanto afán procuraron mantener en secreto, ya que fue considerada por los pueblos hispánicos como el lugar de refugio durante la conquista de España por los árabes. Se cree que los refugiados que escapaban de ellos navegaron hacia Occidente, conducidos por un obispo, y llegaron sanos y salvos hasta Antilla, donde construyeron siete ciudades. En los antiguos mapas se la sitúa generalmente en el centro del Océano Atlántico. Los esfuerzos de fenicios y cartagineses por mantener en secreto el Atlántico a otros pueblos marineros dieron como resultado la perpetuación de la idea de que el Atlántico era un mar condenado. Sin embargo, la Humanidad nunca olvidó las Islas Afortunadas y otros territorios perdidos. En los mapas anteriores a Colón aparecen una y otra vez, ya sea cerca de España o en el borde occidental del mundo, con los nombres de Atlántida, Antilla, las Hespérides y las “otras islas“. Como dijo Platón, “y desde las islas se podría pasar hacia el continente opuesto, qué bordea el verdadero océano“.
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Mientras la Humanidad recuerda la Atlántida a través de leyendas, algunos animales, pájaros y criaturas marinas parecen haber conservado también un recuerdo instintivo de la isla continente.El leming, un roedor noruego, se conduce de una manera muy curiosa. Cada vez que se produce un exceso en su población y por consiguiente se produce un problema de escasez de alimentos, se reúnen en manadas y se precipitan a través del país, cruzando los ríos que encuentran en el camino, hasta que llegan al mar. Luego, penetran en el agua y nadan hacia Occidente, hasta que todos se ahogan. Las leyendas confirman lo que los atlantólogos sugerirían: que la manada trata de nadar hacia un territorio que solía encontrarse hacia Occidente y donde podían encontrar comida cuando se les agotaban las provisiones locales. En las bandadas de aves migratorias que, procedentes de Europa, cruzan anualmente el océano en dirección a Sudamérica se ha observado un comportamiento aún más notable, motivado tal vez por un instinto conservado en su memoria. Al aproximarse a las Azores, las aves comienzan a volar en grandes círculos concéntricos, como si buscasen un territorio donde descansar. Cuando no lo encuentran, prosiguen su camino. Más tarde, en el viaje de regreso repiten la maniobra. No ha podido establecerse si los pájaros buscan tierra o comida. Hay otra muestra de memoria animal que resulta aún más sorprendente, aunque no constituye una prueba definitiva. Es la relativa al ciclo vital de las anguilas europeas. Aunque resulte extraño, Aristóteles, tan escéptico frente al relato de Platón sobre la Atlántida, interviene en esta cuestión que a menudo se citaba como demostración de la existencia de la isla sumergida. Aristóteles, interesado como estaba en todos los fenómenos naturales, fue el primer naturalista que se sabe que planteó el problema de la multiplicación de las anguilas. ¿Dónde se reproducen? Aparentemente, en algún lugar situado en el mar, ya que abandonan sus estanques, arroyos y ríos cada dos años y nadan a lo largo de los grandes ríos que desembocan en el mar. Esto era todo lo que se sabía acerca del lugar en que se reproducían las anguilas, desde que Aristóteles planteó la cuestión, hace más de dos mil años. No se pudo llegar a determinar el lugar hasta hace veinte años, y resultó ser el Mar de los Sargazos, una masa de agua llena de algas, situada en el Atlántico Norte, que rodea las Bermudas y que tiene una extensión equivalente a la mitad de los Estados Unidos. La travesía de las anguilas, bajo la forma de un enorme cardumen migratorio, ha podido conocerse con exactitud gracias al vuelo de las gaviotas que lo siguen y a los tiburones que nadan junto a él y que se alimentan de anguilas a medida que la migración se hace mayor.

El Mar de los Sargazos es una región del océano Atlántico septentrional que se extiende entre los meridianos 70º y 40º O y los paralelos 25º a 35º N, y que en los siglos XVII al XVIII tuvo la tétrica fama de ser lugar de cementerio de buques de navegación a vela. Abarca parte del sector llamado Triángulo de las Bermudas. El Mar de los Sargazos fue uno de los descubrimientos de Cristóbal Colón en su primer viaje a América y en el siglo siguiente se comenzó a gestar fama de cementerio de barcos. El sector, con una superficie total de 3.500.000 km2, se caracteriza por la frecuente ausencia de vientos, corrientes marinas, y la abundancia de plancton y algas, estas últimas formando bosques marinos superficiales que pueden extenderse hasta el horizonte. Constituyeron un formidable escollo para la navegación desde la época del descubrimiento de América. Las corrientes circundantes se interceptan tangencialmente impulsando las aguas interiores en un lento círculo de sentido horario y concéntrico, cuyo amplio centro no tiene movimiento aparente y es de una calma eólica notable. En efecto, el área, de forma ovalada, es de límites difusos ya que no baña tierra firme, con la única excepción de las islas Bermudas, y sus límites lo constituyen importantes corrientes oceánicas: al Oeste la Corriente del Golfo, al Norte la del Atlántico norte y al Sur una de las corrientes ecuatoriales. Las corrientes que lo circundan determinan un sistema de aguas superficiales relativamente cálidas que se mueven muy lentamente en sentido horario, sobre las aguas más profundas del océano, mucho más frías y densas. Esta estratificación del agua por densidades, provocada por la diferencia de temperatura, tiene importantes consecuencias ecológicas. En las aguas superficiales, donde llega la luz, abunda el plancton vegetal, que consume sales como los fosfatos y nitratos. Debido a la diferencia de densidad, el agua de la superficie apenas se mezcla con el agua fría y rica en minerales de las capas inferiores, que podría reponer las sales consumidas.  Por esta razón, en las regiones superiores del mar de los Sargazos apenas existe vida animal, y carecería de interés biológico si no fuera por el alga que le da el nombre, el sargazo, que forma grandes campos, rebosantes de organismos marinos. Fueron los navegantes portugueses quienes pusieron el nombre al alga y al mar. El sargazo es un alga que forma grandes conjuntos enmarañados, que se mantienen a flote por medio de vejigas llenas de gas, y que se extienden hasta el horizonte.
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Con frecuencia, los barcos se veían frenados por las algas, e incluso llegaban a quedar atascados en ellas, lo que daba a las tripulaciones tiempo de sobra para estudiar la planta. Como los portugueses procedían de un país donde abundan las vides, los conjuntos de vejigas de gas les parecieron racimos de uvas de una variedad denominada salgazo. Así fue como el Mar de los Sargazos adquirió su nombre. El sargazo desciende de un tipo de algas que suelen crecer adheridas a las rocas cercanas a la costa, pero se ha adaptado por completo a la vida pelágica, y ahora flota en las capas superiores del océano. Es el lugar elegido por las anguilas para el desove todo el año. El cardumen tarda más de cuatro meses en cruzar el Atlántico. Después de desovar en el Mar de los Sargazos, a una profundidad de más de 500 metros, las anguilas hembras mueren y las jóvenes emprenden el viaje de regreso a Europa, donde permanecen durante dos años, para luego volver a repetir el fenómeno. Se ha sugerido que esta migración de las anguilas podría tener una explicación en el instinto de desove que las mueve a retornar a su hogar ancestral, que tal vez era la desembocadura de un gran río que fluía a través de la Atlántida hasta llegar al mar, como el Mississippi en su travesía por los Estados Unidos. Dicho instinto podría compararse en cuanto a su dificultad con el del salmón de Alaska, que debe remontar los ríos contra la corriente, sorteando represas, ya que la anguila debe seguir el curso de un río que ya no existe y que alguna vez fluyó a través de un continente que se hundió hace miles de años. Muchos han dicho que el Mar de los Sargazos constituía el emplazamiento de la Atlántida o del mar que se hallaba al Occidente de la isla sumergida. Un estudio del fondo de dicho mar podría demostrar válida una de las dos teorías, ya que una parte de los Sargazos cubre las enormes profundidades de las llanuras abisales de Hattaras y Nares, mientras otra se extiende sobre el promontorio de las Bermudas, con sus islas y montañas marinas. Los fenicios y cartagineses contaban que ciertas algas marinas del Atlántico se desarrollaban de tal manera que entorpecían el uso de los remos de las galeras y retenían a los barcos. Si hacían referencia al actual Mar de los Sargazos, no hay duda que eran capaces de navegar largas distancias.  Sin embargo, las algas de este mar no son lo bastante densas como para retener un barco y parece, pues, que los fenicios hubieran inventado semejante historia como otro recurso para disuadir a sus competidores. Sea que las algas del Mar de los Sargazos constituyan restos de la vegetación sumergida de la Atlántida o no, lo cierto es que dicho mar en sí mismo, y sobre todo su ubicación, son temas para la especulación.

Fuentes:
  • Charles Berlitz – El Misterio de la Atlántida
  • Ignatius Donnelly  – La Atlántida: el mundo Antediluviano
  • William Scott- Elliot – Historia de los atlantes
  • Edouard Schure – Atlántida
  • Platón – Critias o la Atlántida
  • Fuente
  • https://oldcivilizations.wordpress.com

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